Como homenaje de Beatriz Restrepo Gallego debemos hacer un esfuerzo por elevar la ética y promover la convivencia para construir una sociedad mejor para todos.
La ocupación de la iglesia de San José, en el Parque de El Poblado, daba cuenta de la capacidad de convocatoria de Beatriz Restrepo Gallego, no solo en número, sino –más significativo- en variedad intelectual, ideológica, política y aún etaria. Como dijo el cura en su homilía, fue la última asamblea citada por ella y tuvo, como en vida, la atención que se supo ganar sin levantar la voz ni imponer sus puntos de vista.
Bajo el mismo techo, con el mismo dolor, se dieron cita los más godos de los godos y los más irreverentes. Mujeres y hombres que se sintieron hijos de una misma causa y huérfanos del mismo liderazgo. Dirigentes conservadores como Juan Gómez que tuvo el gran acierto de permitirnos el lujo de tenerla como Secretaria de Educación, al lado de los líderes de las ONG con las que supo coordinar esfuerzos para guiar e inspirar trabajos colectivos como el Planea y la Visión Antioquia 2020, de la que también fue protagonista.
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Ella, la madre, la maestra, la filósofa, la mujer que tanta falta nos hará. La que se fue pero se queda, porque seguirá siendo inspiración y referente, como lo son doña Lucía Londoño de la Cuesta, Rocío Vélez de Piedrahita o María Teresa Uribe de Hincapié. Mujeres que supieron imprimirle a su voz dulce la fuerza y el vigor de las ideas, que nos retaron como sociedad desde los argumentos con rigor, pero con respeto; con firmeza, pero con cariño. Voces que seguirán encontrando espacios y llenando vacíos, que en el mejor de los casos se tornarán polifónicas, porque así lo hicieron siempre y se volvieron plurales, arropadoras.
Un coro que debe seguir reclamando una visión distinta frente a la vida y frente a la muerte. Que abrace y haga visibles otras maneras de habitar el territorio y de compartir con los otros, no a pesar de las diferencias sino justamente a partir de ellas, con respeto, con altura, con la certeza de que no tenemos que pensar igual ni compartir las creencias, la fe o las vocaciones para valorarnos y para exigir que nos respeten; para entender que la ética sí tiene que ver con todas las personas, sin importar el nivel de formación o las ocupaciones; que la vida es el valor supremo y que nadie, bajo ninguna excusa ni pretexto puede disponer de la ajena.
Beatriz, la profesora, nos enseñó que se puede compartir la ética con quienes profesan distintas religiones o creencias; que se puede compartir un café, un momento, con quien se ubica desde una orilla distinta en el mundo; que una sonrisa no se le niega a nadie; como no se niega un minuto de escucha real que le deja entender que existe y que nos importa. Por eso, en su adiós, en su despedida que tanto duele, unos y otros nos abrazamos, nos saludamos, nos sonreímos, como una manera de reconocer que es más importante lo que nos convoca que lo que nos diferencia, y esa tarde soleada fue la memoria de una mujer serena, humilde, íntegra e integradora, que empezamos a extrañar en el instante preciso en que la muerte ganó la partida.
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En su honor, debemos sumar nuestras voces al rechazo por las cerca de 390 muertes violentas que suma en este año la cuidad que amamos. En su nombre, debemos levantar las banderas para exigir que no maten más líderes sociales, ni mujeres, ni jóvenes; que no sembremos más odios y que en lugar de ello establezcamos puentes, como supo hacerlo siempre para que bajo el mismo cielo quepamos todos, con la certeza de la incertidumbre que nos legó Jorge Luis Borges para estos episodios, al recordar que “nadie sabe de qué mañana el mármol es la llave”.