Las ventas callejeras presentan múltiples inconvenientes, pero lo que tenemos es un problema estructural: no hay empleo.
En Colombia, la informalidad se calcula hasta en un 65%; los estimativos más conservadores bordean el 50%. Eso significa que, por lo menos, la mitad de la población se dedica al rebusque, destacándose las ventas callejeras de cualquier cosa, como loterías, celulares o sus accesorios (y hasta minutos de celular), ropa, víveres, libros, bebidas o, por supuesto, empanadas, que, según el dicho, “es lo que más se vende”.
Con empanadas se han levantado iglesias, se han construido barrios enteros, se han educado familias. Se le debe tanto a ese humilde manjar de la gastronomía nacional que se le podría hacer un monumento, aunque hoy esté en boca de muchos no por sus méritos sino por una desatinada interpretación del Código de Policía (Ley 1801 de 2016) que rige desde el 2017.
Es que imponer una multa de mas de 800.000 pesos (260 dólares) por comprar unas empanadas en la calle, no solo es absurdo sino un verdadero abuso de unos agentes de Policía que pierden el tiempo en banalidades mientras el hampa campea a sus anchas por toda la geografía nacional.
El Código de Policía, en su artículo 140, numeral 6, que fue el invocado para la sanción, castiga el “promover o facilitar el uso u ocupación del espacio público en violación de las normas y jurisprudencia constitucional vigente”, un concepto tan gaseoso y confuso que permite cualquier tipo de interpretaciones, aun las más lejanas a las que pretendían los legisladores. De hecho, si este código hubiera procurado proscribir las ventas callejeras, lo diría con la claridad con que prohíbe orinar en la calle o colarse sin pagar en los sistemas de transporte.
Ahora, si en realidad están prohibidas las ventas callejeras y esta es la manera de notificar a los ciudadanos, tendrá que ir la Policía calle por calle multando a Raymundo y todo el mundo porque aquí los vendedores ambulantes, tanto en las ciudades capitales como en los pueblos más alejados, se cuentan por millones y constituyen un alto porcentaje de la población ocupada en el país. ¿A qué se podría dedicar toda esa muchedumbre? Por menos, las protestas de los Chalecos Amarillos mantienen en vilo hace semanas al Estado francés.
La Policía Nacional ha informado que su cometido era hacer cumplir una decisión judicial que ordenó retirar los puestos de ventas ambulantes de un sector de Bogotá, pero no hay duda de que el comprador obró de buena fe sin saber que las ventas, que son visiblemente permitidas en todas las calles, ya no lo eran en ese sitio en particular. Y, sin duda, debería ser el vendedor el sujeto de la multa, no el comprador.
Por supuesto que la informalidad trae graves inconvenientes sociales y económicos que no pueden ocultarse: No paga impuestos, convirtiéndose en competencia desleal de quienes sí lo hacen. Mucha mercancía es de contrabando, otra es robada, otra es “pirata”, o sea una falsificación de marca, y tras estas hay verdaderas mafias que ganan cifras millonarias. También hay mafias que se apoderan del espacio público y lo alquilan a los venteros, a cuidadores de vehículos o a los menesterosos que piden limosnas. Por otro lado, buena parte de la comida que se vende en la calle está lejos de cumplir condiciones sanitarias y es todo un atentado a la salud pública.
No se puede ocultar tampoco que muchas personas prefieren el trabajo informal porque encuentran en él múltiples ventajas: no tienen jefe, no cumplen horarios y a menudo obtienen ingresos superiores al bajo salario mínimo legal al que están limitados, cuando menos, la mitad de los asalariados en Colombia, con el agravante de que la inestabilidad laboral es alta.
Luego, es una verdadera contrariedad el asunto de las ventas callejeras, pero lo que tenemos es un problema estructural: no hay empleo. Según el Registro Único Empresarial y Social (Rues), el 94,7% de las empresas registradas en Colombia son microempresas, o sea que tienen menos de diez empleados cada una; el 4,9% son pequeñas y medianas empresas, y solo algo así como el 0,3% son grandes empresas.
No nos digamos mentiras, somos un país desindustrializado y nuestra economía es incipiente. Pero a alguien se le ocurrió que nos convertiremos en un país del primer mundo persiguiendo a vendedores de empanadas como si fueran miembros de una mafia de las drogas. Sin duda, la más triste misión de nuestros policías: erradicar el Cartel de la Empanada.