Eróstrato, auténticamente castigado, murió creyendo que su muerte no le interesaba a nadie, que jamás sería reconocido y que su escarceo con la historia había sido inane.
Hay tanta gente haciendo daño por ahí, tanto inmoral, tanto corrupto suelto, tanto delincuente de cuello blanco y de cuello sucio, tanto troll, tanta irresponsabilidad, tanta amenaza siniestra, tanto crimen organizado, que uno se pregunta acerca del castigo que todos ellos merecen.
Se ha dicho que, en principio, el castigo es una sanción. Algunos intelectuales que son felices sofisticando las definiciones, hablan del castigo como “una consecuencia negativa”, para oponerlo a su antípoda: el estímulo.
Lo cierto es que del castigo se vienen ocupando las más diversas disciplinas: La pedagogía, la psicología educativa, las ciencias jurídicas.
Cesare Beccaría, con su célebre “los delitos y las penas” hablaba del castigo en la perspectiva del control de la legalidad. Le correspondió un período de gran barbarie e irracionalidad en las sanciones impuestas, de manera tal que se dedicó a hablar de la proporcionalidad. Era una reflexión razonable. No puede ser que exista la misma sanción para un criminal confeso y reincidente que para un pobre campesino que robó algo presionado por el hambre.
Tal vez una de las historias más apasionantes relacionadas con la proporcionalidad del castigo es la vivida por Eróstrato, (también lo he visto con H: Heróstrato) un oscuro y mediocre pastor griego que en el 356 A.de.C incendió el templo de Artemisa (una joya arquitectónica y artística que habían tardado más de 100 años construyendo y dotando). La incendió -digo- con el único objetivo de pasar a la historia. Fue un acto desesperado, pues con la obsesión de la trascendencia lo había intentado todo. Quiso ser marino para descubrir nuevos mundos, pero las olas del mar lo mareaban de manera inmisericorde. Quiso ser pintor o escultor, para hacer las más bellas obras de arte que el universo pudiera conocer, pero carecía de todo talento para esas tareas. Quiso ser militar para librar las más heroicas batallas, pero era un cobarde redomado.
Consciente de la importancia que tenía este templo, pensó que destruirlo era también una razón para ser reconocido. Lo hizo en efecto y lo gritó a los cuatro vientos frente a las autoridades.
Su juicio y condena son una obra maestra del castigo.
Los jueces griegos, entendiendo perfectamente su intención, lo condenaron a muerte, pero el verdadero castigo se inició con el Juicio: Instruyeron a la ciudadanía para que nadie se hiciera presente en el proceso. Nadie fue testigo de los alegatos, Eróstrato no entendía lo que pasaba. Una vez sentenciado, se ordenó que las calles estuviesen solitarias y que nadie curioseara al verlo pasar hacia el cadalso, tampoco nadie presenció su muerte cuando lo colgaron.
Eróstrato, auténticamente castigado, murió creyendo que su muerte no le interesaba a nadie, que jamás sería reconocido y que su escarceo con la historia había sido inane.
¡Un castigo ejemplar!
Acabo de leer un relato inquietante: El Adversario de Enmanuel Carrére. Un texto que ha sido comparado con A sangre fría de Truman Capote, porque se trata de una extensa crónica en torno a un asesino que terminó con la vida de su esposa, sus dos hijos y sus padres, en un acto irracional y aparentemente incomprensible. Es un caso de la vida real.
Jean Claude Romand el asesino, transita por el libro sin un ápice de remordimiento y -esto es lo importante- sin asimilar el más mínimo castigo. Es una bestia adaptativa que transita por donde quiera que pasa asumiendo un rol que se ajusta a las condiciones de su entorno. Aún condenado, es impune. El texto me generó terror, porque pude tener la evidencia de que todos esos bárbaros que andan por ahí y que merecen ser castigados, tal vez aún presos y pagando condenas, se van a adaptar. Ya se les ve, ya se les ve…