Amenazas y crímenes son un problema de la democracia colombiana que compete a instituciones nacionales enfocar con buen criterio, no a la luz de pequeñas batallas personales, y a la comunidad internacional entender y ayudar a enfrentar.
La atroz masacre que costó la vida a la abogada Karina García, candidata liberal a la Alcaldía de Suárez, Cauca, y a cinco personas más, incluida la madre de la aspirante, había sido presagiada por la víctima, que la asoció a su estigmatización por aspirantes que la presentaban como quien prometía combatir los cultivos ilícitos y la minería criminal, actividades allá controladas por miembros no desmovilizados de las Farc. Como si no bastaran la gravedad de los antecedentes y del crimen, en los días posteriores han proliferado acusaciones y panfletos orientados a desviar las investigaciones sobre este gravísimo hecho.
Aunque es el más horroroso ocurrido hasta la fecha, este crimen se suma a los 91 homicidios asociados al proceso electoral que la Misión de Observación Electoral, registró entre el 17 de octubre de 2018 y el pasado 27 de agosto. A las muertes violentas se suman agresiones y amenazas individuales o colectivas que la Defensoría del Pueblo estima que están ocurriendo en 476 municipios. Las regiones objeto de ataque tienen en común el predominio de cultivos ilícitos y minería ilegal, situación que vuelve a poner de presente los yerros cometidos al no exigir a las Farc la entrega de toda la información sobre sus actividades en el narcotráfico y al renunciar a usar todos los mecanismos de control a los cultivos ilícitos. No es de poca monta, además, que casi la tercera parte de los ataques hayan ocurrido en departamentos fronterizos con Venezuela: Arauca, el más afectado; La Guajira, el segundo; además de Cesar, Norte de Santander y Santander.
Dada la asociación de amenazas y asesinatos de candidatos y funcionarios, e incluso líderes sociales y desmovilizados, con el afán de controlar territorios por parte del narcoterrorismo, también principal dueño de la minería criminal, parece ingenuo rayando en cómplice que se insista en señalar que esta violencia tiene carácter político, entendida esta como el uso de las armas para imponer el dominio de una ideología. Y es peligroso, pues confiamos en que no sea prejuicioso, minimizar, como lo hace la MOE, la gravedad de las victimizaciones a candidatos o funcionarios sin partido, que han sufrido el 28,7% de los ataques, así como la violencia contra el Centro Democrático, partido que al finalizar agosto había sufrido 19 victimizaciones, el 12,1% del total ocurridas en los últimos diez meses. Aunque el mayor reclamo de esos voceros es por el riesgo de activistas de las Farc, hasta la misma fecha ese partido había sufrido cuatro agresiones, el 2,5% del total, mismas que también deben ser investigadas y condenadas. Además de confusas para la opinión pública, esas explicaciones fragmentadas provocan desvíos en la contención de esta seria amenaza contra la democracia.
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La calidad de las víctimas de asesinato, ataques y amenazas de esta oleada criminal invita a que el Gobierno como responsable de la protección; la Justicia, obligada a la investigación y sanción, y la comunidad internacional, llamada al acompañamiento y la denuncia, entiendan cómo estos crímenes se asocian con la presión de carteles de la droga y minería ilegal contra toda institución, organización o sujeto que represente la resistencia a las economías criminales y su pretensión de controlar territorios que el Estado abandonó, consecuencia de las debilidades de la negociación de paz, o nunca logró controlar, por las condiciones del terreno o en virtud del refugio que los gobiernos de Venezuela, aún hoy, y Ecuador, hasta no hace mucho, han ofrecido a las organizaciones criminales, principalmente las Farc y el Eln.
El crecimiento de las amenazas y los crímenes contra candidatos desprotegidos, porque no tienen organizaciones políticas que los amparen y tomen su voz ante instancias nacionales e internacionales, o contra partidos comprometidos con la lucha frontal contra la criminalidad organizada, son un problema de la democracia colombiana que compete a instituciones nacionales enfocar con buen criterio, no a la luz de pequeñas batallas personales, y a la comunidad internacional entender y ayudar a enfrentar, en especial confrontando los mutuos compromisos del gobierno de Nicolás Maduro y las organizaciones criminales Farc y Eln. En este sentido, conviene que el país atienda alertas sobre la pretensión del gobierno venezolano de usar a esas organizaciones como instrumentos de desestabilización en Colombia y otros países de la región. Estas denuncias del gobierno colombiano ya acogidas por Andrés Oppenheimer, en su columna La internacionalización del conflicto de Colombia, contribuyen a desestimar tesis que ven en la violencia contra las elecciones otro capítulo de las batallas ideológicas internas del país e invitan a entender la amenaza como una de las más graves que ha tenido la democracia colombiana, siempre asechada por fuertes enemigos.