El juego arriesgado

Autor: Manuel Manrique Castro
4 diciembre de 2019 - 12:00 AM

El peligro está en malentender los atributos del juego arriesgado y reducirlo al ámbito del hogar o a lugares cerrados para ahuyentar amenazas de cualquier orden.

Medellín

La sobreprotección a los hijos se ha multiplicado como respuesta al aumento de la inseguridad y la violencia. Es un signo que se extiende por todas las latitudes y tiene efectos múltiples sobre las nuevas generaciones. Esa, sin embargo, no es la única causa. Se ha abierto paso también la idea equivocada de que el amor es más genuino si está acompañado de una atención sobredimensionada. Quienes representan con exceso esta tendencia son los papás que van al centro comercial con sus hijos atados a una correa retráctil, para que “no les pase nada”.

Qué dirían esos progenitores si conocen un interesante debate actual, no sobre cuánto hay que tenerlos cerca y evitar exponerlos a situaciones entendidas como difíciles, traumáticas o peligrosas, sino cuánto hay que dejar que se arriesguen cuando juegan. 

Una investigación del Child & Family Research Institute at BC Children’s Hospital (Canadá), señala que “el juego arriesgado al aire libre no sólo es bueno para la salud de los niños, sino que también estimula su creatividad, habilidades sociales y resiliencia.”   Para Mariana Brussoni, investigadora de esa institución, los árboles, los cambios de altura y las “actividades elegidas por ellos mismos tienen un impacto positivo sobre su salud, conducta y desarrollo social”. 

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Ellen Sandseter, profesora de la Universidad Queen Maud de Noruega, recomienda el juego arriesgado. Que los niños vivan el peligro porque esas experiencias les dan habilidades diversas para auto conocerse, descubrir sus capacidades y  protegerse mejor. El riesgo les permite asimilar lecciones que de otra manera no podrían hacer suyas. Descubren cómo lidiar y sobreponerse a los fracasos o salir airosos de situaciones que, al principio los atemorizaban.  Para esta investigadora, la altura, velocidad, herramientas y elementos peligrosos, juegos bruscos o desaparecer y perderse, son oportunidad de experimentación con alto potencial formativo. Mariana Brussoni advierte que, “un seguimiento discreto de las actividades de los niños puede ser un enfoque más apropiado que la supervisión activa, en particular para los niños mayores”. De esa forma no se interferirá con los beneficios del juego arriesgado ni con el descubrimiento de los límites propios.

No hay duda de la importancia del juego en el desarrollo infantil, de su potencial formador y educativo; de su fuerza creadora. Es fuente de placer y motivo de ejercicio de libertad en proceso de forja que contribuye a la autonomía y salud plena posteriores.  Oportunidad para beber del fracaso y, al final de cuentas, salir adelante; igualmente escuela para el aprendizaje de la convivencia con los demás. Por su papel central en el desarrollo infantil fue expresamente reconocido, como derecho humano, por la Convención sobre los Derechos del Niño en su artículo 31.

El peligro está en malentender los atributos del juego arriesgado y reducirlo al ámbito del hogar o a lugares cerrados para ahuyentar amenazas de cualquier orden, queriendo que todo esté bajo control y los riesgos sean sólo fantasmas ausentes. Me resisto siquiera a mencionar que la solución esté en poner dispositivos electrónicos en las manos de los niños.

Lo cierto, sin embargo, es que el juego al aire libre y más aún en lugares de cuidado, disminuye notablemente. No hay punto de comparación entre el papel que el juego tuvo en épocas pasadas en comparación con lo que sucede en la actualidad.  Tenemos ya generaciones de papás que no jugaron al aire libre, no lo aprecian y menos lo sentirán necesario para sus hijos. 

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A la aprehensión de los progenitores se suma la limitación de ámbitos urbanos para el juego. La ilusión de Francesco Tonucci de hacer de las ciudades lugares para los niños, ha quedado en las experiencias que hizo en Argentina o Italia. Y, desde luego, a que en los colegios de las ciudades predomina el cemento, falta espacio y las posibilidades de juego son más restringidas.

El detalle está en encontrar el equilibrio entre los juegos que, pese a ser riesgosos contienen una potente fuerza formativa, y preservar a los niños de cualquier daño severo. Ese es el balance a desarrollar para que no se pierdan las oportunidades inherentes a la lúdica más exigente y el parque, el rio o simplemente el campo, no desaparezcan como fuente de felicidad formadora para la niñez.

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