El mundo ha cambiado. Las satrapías, particularmente en Latinoamérica, no todas se originan en el consabido cuartelazo, sino en elecciones
Movidos por el deseo, o por una medrosa esperanza, muchos de los orientadores y comentaristas que se ocupan del asunto venezolano con ocasión de la segunda posesión de Maduro, creen que tiene los días contados y caerá muy pronto, a más tardar en este año. No comparto tal optimismo, pues no estamos en la época en que los dictadores terminaban depuestos o renunciados por efecto de las marchas callejeras, cuando solían desafiar la ira popular, por débil e inofensiva que ésta fuera. En los años cincuenta, verbigracia, dictadores temibles, recalcitrantes, presumiéndose vitalicios e inamovibles, se aferraban por un tiempo al timón, como Trujillo, Somoza, Castillo Armas y Pérez Jiménez en las “repúblicas bananeras” del Trópico. Luego, resignando el mando emprendían la fuga, empujados por el rechazo generalizado de la sociedad, o por el Ejército que les retiraba su respaldo. Así actuaban tales personajes, conscientes de que si se obstinaban en permanecer, a todos los esperaba la cárcel, la ruina o el exilio, cuando no la muerte. El ejemplo de Rojas Pinilla está vivo en la memoria colombiana y es aleccionador. Cuando el paro general del primero de mayo del 57 en el que participaron la élite bancaria y empresarial, las universidades, parte del clero y los partidos tradicionales, incluido el conservador, que era el de los afectos del general, todos tronando al unísono en las calles, Rojas, en un acto de lucidez que esa vez no les faltó pese a sus conocidas limitaciones, reunió el alto mando y le transfirió el poder, en cabeza del general París. La junta militar que de allí salió entendió que su misión no era otra que la de facilitar el retorno a una normalidad relativa de brazo con la misma élite política (encabezada por Lleras Camargo y Laureano) que la víspera había repudiado al general. La transición que siguió fue consensuada y armoniosa, tan suave como el idilio de novios reencontrados. Se requirió un gran acuerdo, la base del cual no podía ser otra que la inmunidad e impunidad pactadas para todos los autores y responsables de la violencia fratricida que nos había azotado en el inmediato pasado.
Pero el mundo ha cambiado. Las satrapías, particularmente en Latinoamérica, no todas se originan en el consabido cuartelazo, sino en elecciones. El triunfador suele ser reelegido y su mandato, formalmente legítimo, se prolonga por tantos períodos cuantos logre coronar mediante unos comicios amañados en el fraude y en el hostigamiento sistemático a los rivales. Obsérvese cómo Chávez, Ortega, Maduro, Evo y demás, se perpetúan en la silla por la vía electoral, lo que los diferencia de sus predecesores atrás citados.
Hoy en día no es tan fácil provocar la salida de un tirano. En el caso venezolano, aún en el supuesto de contar con parte de la cúpula castrense que eventualmente abandonaría a Maduro, a su lado permanecería otro cuerpo armado integrado por miles de milicianos reclutados en los bajos fondos, duchos en el arte de matar contestatarios, disolver a bala la protesta cívica en la plaza pública y sembrar el miedo en los barrios a punta de delaciones y atropellos. La fórmula está ensayada y probada en Cuba, Norcorea y otros países afines de ahora y antes. Y da resultado esa fórmula. No es nada distinto al terror, alimentado en la incertidumbre y el silencio. No cabe entonces hacerse ilusiones con una posible y pronta restauración de la civilidad y el orden en el país vecino. El “Monolito” allí montado (un cuerpo compacto e impenetrable) no se fractura tan fácil. Está diseñado para durar mucho y lo único que lo acabaría sería una implosión que lo fragmente desde adentro, cosa que por el momento no parece posible. O, como ya lo he dicho, una transición negociada que le garantice amnistía y tranquilidad a los actuales detentadores del poder. Ya no habitamos el continente de mediados del siglo pasado. Estos recuentos y comentarios los proseguiremos luego.