El libre juego es la quintaesencia de la democracia, su condición básica, sin la cual ella no sería más que una farsa. Pues propicia y alienta la renovación de la dirigencia
Ciertas deformaciones o vicios de nuestra praxis política habitual sufrieron un fuerte, expreso rechazo en los comicios pasados. Las taras que nos son propias no son pocas, y enumerarlas aquí sería tedioso para el lector. La corrupción electoral por ejemplo y el fraude que la acompaña, el clientelismo, la financiación subterránea de las campañas, la trashumancia, las promesas incumplidas. En fin, nos extenderíamos mucho con sólo enumerarlos. Por lo pronto mencionemos dos, para mí las más estrambóticas y perversas, por constituir una flagrante violación del libre juego democrático de que tanto nos ufanamos por su larga y casi nunca interrumpida vigencia, que constatamos al compararnos con el resto de Latinoamérica. Ese libre juego es la quintaesencia de la democracia, su condición básica, sin la cual ella no sería más que una farsa. Pues propicia y alienta la renovación de la dirigencia, que con el manejo del timón se va desgastando, dado que al extralimitarse o prolongarlo más de lo debido incurre en un abuso manifiesto e intolerable a la luz de los principios universales propios del régimen republicano, que lo diferencian, informan y regulan siempre y que suponemos haber adoptado aquí con sus pesos, contrapesos, vigilancia y control mutuos entre sus diversas ramas.
Los vicios a que aludo son los que más y peor distorsionan la democracia que creemos practicar. De hecho, son su negación, porque, insisto, en el fondo aquella no es otra cosa que el relevo consentido de los mandos superiores, relevo que los ciudadanos ejecutan periódicamente. Tales mandos están sujetos a un período fijo que han de respetar. Pues si repiten indefinidamente su mandato, le cierran la oportunidad a quienes con pleno derecho aspiran a ejercerlo, o al pueblo que quiere un cambio, por la razón que sea.
Atendiendo la experiencia histórica, no sobra subrayar, sin embargo, que prolongar ese mandato no siempre es malo porque, a lo mejor, quien se queda o permanece prueba que puede desempeñarlo con presteza y pulcritud. En casos así puede incluso ser preferible ratificar al que ya está que ensayar a otro que bien podría resultar incompetente o turbio. Repetir entonces no siempre es pernicioso y a veces es lo indicado en la cima de la pirámide, o sea en la Presidencia, mediante la consabida reelección, hoy tan denostada pero que en circunstancias especiales podría ser lo más aconsejable. En ocasiones conviene, además, que se premie a los mejores y se castigue a los malos en toda comunidad libre, como en cualquier otro espacio de la vida social.
La otra aberración, acaso más grave que perpetuarse o apoltronarse indefinidamente en la silla, y que también lesiona la democracia al desvirtuarla en su esencia, es el llamado “delfinazgo”. Si algo provocó la Revolución Francesa y las que antes y después se le asemejaron en Europa, fue el anhelo y el afán de reemplazar a la aristocracia por la democracia. Es decir, el poder heredado por el poder elegido, y controlado por otros poderes de similar rango como el Parlamento y las Cortes. Pero aquí, a diferencia de otros países de América Latina, como Méjico, Uruguay, etcétera, ello no opera. El gobierno en las regiones o provincia, que es donde cuenta y pesa, está en manos de roscas o clanes que alargan su vigencia por varias, cuatro o cinco generaciones. Hay casos muy conocidos en que completan el siglo. No menciono apellidos, por lo emblemáticos que ya son. Los mismos desde que se creó el Frente Nacional, particularmente en la costa Caribe. En virtud de tal delfinazgo los descendientes del gamonal en cada departamento o región Caribe, casi que por testamento reciben de su progenitor, tío o hermano las curules congresionales y demás dignidades. Con la mesnada electoral respectiva, ya cautiva, que los reelija una y otra vez. Lo grave es que el fenómeno ya se propagó a todo el país. De ello hablaremos en próxima ocasión.