En plena posesión de su papel, a pesar del subyacente poder del ideario masculino, las escritoras se reafirman con voz propia, asumen un oficio donde no solo compiten entre ellas sino con el paquidermo patriarcal, que ha establecido unas normas ajustadas a su ideario
En los años 60/70 trascendentales sucesos ocurren uno tras otro, revolución cubana, guerra de Vietnam, el movimiento hippie y el rock como música distintiva, estallido del consumo de anfetaminas, la píldora anticonceptiva, la generación beat de escritores norteamericanos (su líder Jack Kerouac); movimientos de liberación de los negros, derechos de las mujeres y de los homosexuales. A la par sucede la aparición del boom latinoamericano y a su sombra las mujeres hablaron. En plena posesión de su papel, a pesar del subyacente poder del ideario masculino, las escritoras se reafirman con voz propia, asumen un oficio donde no solo compiten entre ellas sino con el paquidermo patriarcal, que ha establecido unas normas ajustadas a su ideario. El embudo que restringía la expresión femenina se amplía en la medida en que dejan de escribir a escondidas, abandonan los seudónimos, entonces su pluma rompe los códigos y su capacidad creadora sale triunfal.
Es el caso de María Mercedes Carranza, quien como directora de la Casa de poesía Silva logró promover un género literario que ella misma utilizó con maestría para llevarnos a los escenarios del oprobio en todos los mundos: “La vida eran aún los desastres de la guerra,/el recelo aún, la desesperanza/en la dura mirada de las gentes” (España-1951) y “Nadie mira de frente,/de norte a sur la desconfianza,/el recelo, entre sonrisas/y cuidadas cortesías” (Colombia-1982)(1). Sobre un camino abonado por sus predecesoras, hacen las preguntas trascendentales, ya educadas acá o por fuera, ya compartiendo su pulsión vital con oficios o profesiones francamente incompatibles, escriben con igual fiebre sobre erotismo y violencia, eterno dilema. De la mano de Luz Mary Giraldo (2) y de otras fuentes continuamos esta ronda que, reconozcamos, es incompleta; hay que considerarla como abrebocas al amplio universo de las mujeres escritoras de este país.
1) Gertrudis Peñuela (Laura Victoria) (1904) Soatá: Cabalgó entre poesía erótica y misticismo: “Ese beso que a tiempo me pediste temblando/esta noche en mis labios es granada en sazón./Dime, loco bohemio... ¿no presientes acaso/el panal que te ofrecen mis caricias en flor? “(3). 2) Consuelo Triviño (1956) Bogotá: Doctorada en la Complutense de Madrid con La semilla de la ira, biografía novelada sobre la controvertida vida de Vargas Vila. Triviño transita entre Colombia y España donde se nacionalizó y vinculó al Instituto Cervantes en 1997. Su prosa de un estilo depurado ha sido calificada como tersa y excelsa (4). Su primera novela Prohibido salir a la calle. 3) Luisa F. Trujillo (1960) Bogotá: Poema 42: “Hay formas de volar/sin que las alas de un pájaro se abran/sin esperar de los astros la alineación correcta/sin una guía que nos señale el Norte/hay formas de volar/en la quietud del agua/en la transparencia del espejo/en el reflejo de la luz en la ventana/en cada nudo de cometa que deshago”. 4) Freda Mosquera, Barranquilla: Hace parte de la diáspora, radicada en Miami desde 1986, logra la voz del erotismo directo y a veces violento en sus obras Ardores y furores y Cuentos de seda y de sangre. Ha recibido múltiples reconocimientos, participa en el segmento cultural radial de Caracol-Miami (5). 5) Teresa Valderrama: Escritora de minicuentos, cantante lírica, en el poema Post-Coito No. 15 logra la simbiosis erotismo/violación: “Es brutal el amor, piensa mientras duerme/le exige cada tanto tolerar la violencia de un arma afilada entrando en ella/se mueve lejos de él en la cama/necesita distancia”. Algunos títulos: Vinicius y el deseo, Toda una vida, Humanum (6).
Podremos acusarlas de que su poesía es erótica, de sus títulos sugerentes como preámbulo a la lujuria de la experiencia sensual, pero jamás de insulsas. 6) Lucía Estrada (1980) Medellín: A propósito de los amores de Camille Claudel con Auguste Rodin (escultores ambos) escribió: “Ella imaginó una cárcel/ la flor de locura convertida en piedra/ se reconoció en desventaja/ se afiló las manos, el rostro,/ el vacío de su sombra devorada por las hormigas/ en un viejo cuadro de la estancia, su figura se disuelve”. Como, en sentido figurado, los rostros de las esculturas que Rodin firmaba por ella. 7) Andrea Cote (1981) Barrancabermeja: Exhibe una singular conciencia de la escritura. Dice en La ruina que nombro: “Quiero saber qué es la piedra que tanto me conmueve/qué es en verdad la ruina que nombro/también escribir es derrumbarse”. Pero aun así, cuando no es el tiempo de los seudónimos compinches, la escritura femenina no transita un camino de rosas, las mujeres escritoras (y de cualquier oficio) deben siempre estar alertas. Todavía está fresco el suceso registrado en el año Colombia-Francia (2017), cuando en la delegación escogida para viajar a Francia a representar literariamente a Colombia, de diez escogidos, no se incluyó ni una sola escritora. Ellas presentaron el manifiesto “Colombia tiene escritoras" denunciando que fueron invisibilizadas. Recibieron el apoyo de tres escritores incluidos en la convocatoria (como Juan Álvarez quien declinó la invitación a su nombre, mientras que no merecieron pronunciamiento alguno de vedettes amansadas como W. Ospina y P. Montoya quienes no objetaron) lo que rubrica que la deuda de la equidad cultural en la literatura, no está saldada en Colombia, mucho menos si nos referimos a las voces negras, indígenas, lesbianas de las que todavía en el S.XXI renegamos.