Esperando el fin del mundo

Autor: Jorge Alberto Velásquez Betancur
17 julio de 2020 - 12:00 AM

Tanta ideología, tanto conocimiento, tanta ciencia y el mundo está paralizado porque no sabe qué hacer, nadie tiene la fórmula para salir de la encrucijada.

Medellín

Nos tocaron tiempos (muy) difíciles, aunque todos lo son, cada uno a su manera. Esta vez nos encerraron para luchar contra un enemigo invisible, pequeño pero muy dañino, capaz de poner en jaque a los países más poderosos del planeta y de humillar a los más soberbios gobernantes.

No es una guerra, no es un juego para ver quien aguanta quieto más tiempo, porque de pronto quien se mueva se muere (y no solo en términos literarios). Como no es una guerra, no valen ejércitos ni armamento sofisticado. Solo vale la inteligencia.

Vivimos la mayor encrucijada de nuestras vidas y tenemos más ganas que nunca de vivir, como si estuviéramos en preaviso. Cuatro meses de confinamiento no han parado el ritmo de los contagios, pero sí la economía. La crisis (sanitaria, económica, social, democrática) crece en el mundo entero. La vida no puede paralizarse. Si no se abre la economía no hay empleo y si no hay empleo no hay comida, pago de alquileres, pago de servicios, es decir, subsistencia. La economía pone a circular el dinero y el dinero se necesita para subsistir (es la dramática realidad, el maná ya no cae del cielo). Pero la economía abierta también pone a circular el virus, que zumbón y pícaro anda danzando de cuerpo en cuerpo tejiendo oscuras filigranas de muerte y dolor.

Cuatro meses de confinamiento borraron las fronteras entre la vida laboral y la vida familiar. El confinamiento, a su vez, crea desasosiego, atrofia los músculos, vence la tranquilidad, produce ansiedad. A unas los devora la impaciencia, a otros los mata la soledad o el hambre o las dos.

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Tanta prohibición genera rebeldía, desobediencia, desorden. El miedo nos invade: penetra por los ojos que ven noticieros, entra por los oídos que escuchan las amenazas apocalípticas desde hace cuatro meses: “Lo peor está por llegar”. Hay miedo al otro, al vecino, al transeúnte, al propio y al extraño; miedo a la autoridad que solo habla de prohibiciones y comparendos, pero no educa; miedo a la vigilancia tecnológica, miedo a perder la libertad tratando de no perder la salud, miedo al Estado que se desborda amparado en estados de alarma y excepción, miedo al presente y miedo al futuro.

Ni el confinamiento ni la parálisis pueden ser eternas. Llevamos cuatro meses esperando el fin del mundo, que puede ser o una luz para salir a una realidad distinta, que nos haga más humanos, o el abismo que nos empuje a la catástrofe. El fin del mundo puede ser una muerte que llega en solitario o un negocio que se cierra, llevándose consigo ahorros y expectativas de una o muchas familias.

Hemos agotado todos los recursos: las ventanas, los balcones, las canciones, los aplausos, las series, las películas, los libros, las conversaciones pantalla de por medio, las escapadas, las fiestas clandestinas, hasta una colombianada grotesca como el día sin iva, en fin, no todo vale, no todo sirve ya. ¿Qué podemos hacer?

Tanta ideología, tanto conocimiento, tanta ciencia y el mundo está paralizado porque no sabe qué hacer, nadie tiene la fórmula para salir de la encrucijada: ni la ciencia de la edad moderna, ni los monjes ni alquimistas de la edad media, ni los líderes del siglo veintiuno. Quizás solo nos queden los filósofos y los poetas, que suelen encontrar caminos en medio de las marañas.

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La única resistencia posible son la prudencia y la responsabilidad, el autocuidado y la solidaridad. A diferencia de crisis anteriores, esta vez no se trata de enfrentar el problema desde el individualismo, es imposible salir corriendo a comprar dólares o viajar a otro país, como hicieron tantos latinoamericanos en las crisis económicas del 2000 y del 2008; al contrario, se trata de quedarse, de pensar en los otros y de actuar como colectividad, pero esto en Colombia es difícil porque no construimos cultura ciudadana ni confianza en las instituciones, porque los gobernantes solo saben prohibir (es la fórmula más fácil a su alcance) y la prohibición genera resistencias.

Hay quienes recomiendan abandonar la ventana, sentarse en el sofá y mirar hacia adentro, buscar las respuestas escondidas en los recovecos de la mente, buscar en la transparencia del silencio la plenitud que niega el dramático ruido callejero. Vale como ejercicio individual. ¿Y la sociedad? Hay una parte de la sociedad que busca comer, otra parte que busca empleo y otros, los de siempre, que quieren seguir acumulando, vencer, dominar, aplastar. Si esos no cambian, no habrá cambio porque tienen la ley y las armas a su favor. Controlan el poder.

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Comentarios:

Bertha Lucía
Bertha Lucía
2020-07-17 09:46:52
Hermosísima reflexión. Opino que el confinamiento espiritual cuenta en lo individual y en lo social. Cuando una tragedia sucede, la vida ha venido pitando hace ya mucho rato y no hemos querido escuchar. Lo evidenciamos en el derrumbamiento del pueblo venezolano, que ni el ruido, ni los poderosos pudieron resolver. Es la suma de las búsquedas individuales las que en estos casos resuelven lo social. Todos somos protagonistas en estos conflictos y quienes no trabajamos en él de forma directa, debemos dejar de atacar el síntoma y enfocarnos en la búsqueda de respuestas (seguramente vergonzosas) directamente en la subutilizada corteza prefrontal colectiva.

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