Luego de todos los consejos de seguridad que se han vuelto parte del paisaje, con sus anuncios de incremento de píe de fuerza y promesas de castigo para los bandidos, el panorama sigue igual.
Vuelvo con el tema de la columna anterior. Tenemos un Estado que está ad portas de cumplir 200 años, luego de haberse puesto la primera gran piedra en el congreso de Cúcuta en 1821, para darle vida, transitoria, a la Gran Colombia. ¿Después del bicentenario que tenemos? Un Estado al que le quedó grande el territorio. Simón Bolívar tuvo que salir al sur del país para someter violentamente las provincias que se negaban a reconocer la autoridad de Santa Fe de Bogotá y con ello la legitimidad del grito de independencia criollo de la corona española. En Cauca y Nariño preferían el sometimiento a los chapetones. Ese distanciamiento se tradujo en la primera guerra civil después de la independencia: la de los supremos, a comienzos de la década de 1830, como reacción de los sureños a una decisión del nuevo gobierno que ponía en riesgo los sólidos privilegios de la iglesia católica. Esa dificultad del centro para controlar todo el territorio nacional sigue viva.
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Lo que ocurre en La Macarena no puede ser más dramático. Estructuras ilegales dan cuenta de su capacidad para controlar el gigantesco territorio al promover su deforestación, la siembra de cultivos ilícitos y una colonización que puede ser tan o más rentable que la misma coca. Mientras la institucionalidad expide comunicados anunciando la creación de fuerzas especiales y otras buenas intenciones. En las goteras de otro Parque Nacional, el del Paramillo, se desata un proceso de desplazamiento de la población y de excombatientes de las Farc porque, al parecer, a ese territorio llegó un nuevo gallo que canta más fuerte que los demás: el clan del golfo o los urabeños. La autoridad legítima se limita a lamentar la crisis humanitaria y a reconocer su impotencia.
Más abajo está la subregión del Bajo Cauca. La lucha por el control de los corredores estratégicos de la coca y la rentabilidad de la minería ilegal, no deja vivir en paz a su martirizada población. Luego de todos los consejos de seguridad que se han vuelto parte del paisaje, con sus anuncios de incremento de píe de fuerza y promesas de castigo para los bandidos, el panorama sigue igual. En las veredas y corregimientos de la subregión la población alcanza a distinguir la presencia del Estado cuando observa el paso de un policía o de un soldado. Pero la precariedad de la calidad de vida de los pobladores no deja de ser la misma. Y los ilegales no se mueven, siguen ahí en el territorio, peleando por sus rentas.
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En la región del Catatumbo o a lo largo y ancho del Chocó es el mismo panorama. La oportunidad tenida con la desmovilización del grueso de las Farc se ha perdido por que el estado colombiano no fue capaz de asumir el control territorial que en bandeja de plata le ofreció la guerrilla. La misma historia se había repetido hace 15 años cuando los paramilitares abandonaron las armas al someterse al gobierno de turno. Por ello es previsible que, si el ELN o los llamados urabeños se cansan de desatar violencia y deciden aceptar la legalidad, nada cambie y todo siga igual. Esa es nuestra tragedia. Con razón hoy nadie se acuerda de que hace 200 años fue el grito de independencia y el inicio de la republica que hoy somos. Hay muy poco por celebrar.