Fouché y Talleyrand: dos pícaros con suerte

Autor: Fabio Humberto Giraldo Jiménez
26 noviembre de 2018 - 09:04 PM

En la política hay pícaros cuya moralidad no se restringe a la vida privada, al negocio y a la calle sino que coloniza la vida pública, política e institucional. Se trata de pícaros de “altos fondos”, gamines de bien, vestidos de chaqué, educados en urbanidad, cortesía, gentileza y filantropía para disfrazar lo que tienen de granujas y rufianes

De la novela de la picaresca española heredamos la idea de que los pícaros son gentes de “bajos fondos” obligados por necesidad a apañarse con astucia en circunstancias apuradas. Los pícaros novelescos son generalmente pobres sin blanca y bribones hilachudos cuyas artimañas resultan poco menos que inocuas para la cosa pública o antihéroes que satirizan con humor el mundo de la gente de bien ocupada en los menesteres de los caballeros. Por eso nos puede parecer una versión algo romántica del gamín callejero, chirrete y vagamundo. Dejadas ahí, el pícaro y el gamín no pasan de ser categorías sociales que describen un tipo de moralidad callejera más circunscrita a la vida privada, a la supervivencia y a la habilidad en los negocios que a la vida pública y a la política institucional.

Vea también: A propósito de José Fouché

Pero en la política hay otra clase de pícaros cuya moralidad ya no se restringe a la vida privada, al negocio y a la calle sino que coloniza la vida pública y las instituciones políticas. Se trata de pícaros de “altos fondos”, gamines de caché vestidos de chaqué, gentes educadas en urbanidad, cortesía, gentileza y filantropía para disfrazar lo que tienen de granujas, rufianes, bellacos, trapicheros, ladinos, taimados, solapados, zorros, malvados, pillos, pérfidos, arteros, hipócritas, tramposos, perversos, viles, ruines, canallas, depravados y malignos y que típicamente utilizan las instituciones públicas para su propio beneficio ocultando su doble personalidad mediante sofisticados y creíbles engaños y mentiras que les permiten actuar líquida e impunemente en mundos diversos o contrarios con habilidosa y marrullera astucia.

Como pícaros de “altos fondos” y gamines de caché tengo en la memoria dos personajes históricos, contemporáneos ellos, con origen y estilo diferente para que los lectores realicen la poco difícil tarea de encontrar homólogos en nuestra propia vida pública.

Uno es José Fouché el personaje histórico al que Stefan Zweig llamó El genio tenebroso en una de sus inolvidables biografías. De origen pobre llegó a ser seminarista y maestro por necesidad; aventado como todos a la marejada de la revolución ingresó a la facción moderada formando parte de los girondinos de la cual pasó a la de los radicales jacobinos cogido de mano con Maximiliano Robespierre el más extremo de los revolucionarios de quien resultaría siendo victimario como él mismo denunció camino a la guillotina; en ese amotinado trance revolucionario Fouché conformó el Ministerio de policía -preludio del que fuera luego el Ministerio del interior-  alrededor del cual giraría todo su poder desplegado en una telaraña de espionaje; en otra de las varias crisis de la revolución formó parte de la conspiración que llevó a Napoleón al poder y sirvió durante su gobierno; desconfiado Napoleón de su información encriptada compró su complicidad con un ducado y rentas millonarias; caído Napoleón en desgracia fue llamado al servicio por Luis XVIII durante la restauración de la monarquía borbónica a la que había ayudado a destronar en los albores de la revolución; finalmente la rancia aristocracia borbónica le cobró su pasado, pero aunque exiliado expiró naturalmente con las botas puestas. Y todo porque como jefe de policía durante la época más confusa y convulsionada de la revolución urdió una eficiente y sostenible red de espionaje y un repositorio de información privilegiada que le sirvió para usar lo que hoy conocemos como puerta giratoria.

El otro, máximo exponente del pícaro de “altos fondos”, máximo ejemplar de la gente de bien, no fue un pícaro trepador como Fouché sino un pícaro de cuna. No empezó en los bajos fondos. Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, el “Diablo cojo” -porque cojeaba y porque traicionó a la iglesia de la cual fue clérigo eminente-, es la envidia de todos los políticos que salivan profusamente repitiendo en secreto una frase que se le endilga y que resume su moralidad: “La palabra se ha dado al hombre para que pueda encubrir su pensamiento”.

Lo invitamos a leer: Derecho y opinión

A Talleyrand lo envidian los políticos profesionales o en trance no sólo por sus hechuras sino por su estilo, por su clase. De rica cuna, de alta alcurnia y de educación privilegiada, militar frustrado por su cojera, clérigo por conveniencia, diplomático malicioso por naturaleza, resultó participando en la revolución francesa primero como representante del Clero, uno de los tres poderes en los inicios de la revolución, luego atacando a la iglesia y defendiendo la confiscación de sus bienes y participando en la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; embajador de la revolución en Londres durante la época del terror jacobino como para mantener una discreta distancia con la guillotina, regresa después de este funesto período para ocuparse del Ministerio de relaciones exteriores; en el revoltijo que terminó siendo la revolución se hizo “amiguis” de Napoleón a quien apoyó en el golpe de estado contra las instituciones revolucionarias; instalado Napoleón funge nuevamente como Ministro de Relaciones Exteriores y acrecienta su poder y su riqueza durante el imperio; cuando ve perdedor a Napoleón después de la desastrosa campaña de Rusia, negocia su caída aprovechando su experiencia y sus contactos en el exterior; durante la restauración de la monarquía borbónica, Luis XVIII lo nombra Primer Ministro y luego, nuevamente, Ministro de exteriores, cargo del cual tuvo que dimitir porque los extremistas borbónicos, al igual que a Fouché, no le perdonan su pasado. Siguió maquinando desde la sombra y poco antes de su muerte, por si las moscas, se reconcilió con la iglesia. Y todo porque su poder de cuna (origen, riqueza, educación) le sirvió para usar lo que hoy conocemos como puerta giratoria.

 

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