En el seno de esta mujer hermosa y en el corazón mismo de esta comida, la carne se consagra al unísono con el vino
“¡Oh
sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida,
se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia
y se nos da la prenda de la gloria futura!”
(ant. Magnificat II Vísperas. Sto. Tomás)
Me fascina hablar de comida, más cuando está acompañada de un buen vino y una hermosa mujer. Una carne roja, pasada por agua hervida y puesta luego al carbón tiene su encanto. No todos la saben preparar, mucho menos combinar. Me dice mi amigo Lucho que es un secreto de familia pasar la carne por unos cuantos minutos en agua hervida; lo mismo que destapar la botella que se va a consumir antes de que se sirva el plato, para que repose y le salgan los gases… tiene sentido, al vino hay que tratarlo como a un niño recién nacido. Hay que ponerle atención al acompañamiento. No se trata de servir papas y lechugas frescas como si nada. Recuerden que hay vino, y a los niños no les gusta las lechugas, aunque estén frescas y las papas tienen que ser freídas. El niño convidado para esta mesa tiene corbatín color rojo oscuro, si lo tuviera blanco o rosado no sería bienvenido. Este niño es muy especial, su llegada al mundo ha sido feliz, se ha preparado tanto su llegada. En el momento en que se sirve la carne, hay que prestar atención a que el niño, perdón, el vino este servido. El color de su corbatín hace juego con el contenido del plato. Copa y plato son uno en este momento. Se trata de una sola cosa, no se comprende la una sin la otra. El juego de sabores, olores, texturas y temperaturas es ya un misterio. El primer bocado es muy particular. La lengua entra en un estado de excitación tal, que hasta morder es un sacrilegio. Una sustancia involucrada en parte de la digestión y que frecuentemente nos refresca la boca, juega con el sabor de la carne y se camufla en el corbatín del niño. Los sentidos reparten su atención entre la mesa y quienes están en la mesa. Hermosa mujer. No se me ha olvidado hablar de ella, simplemente preparaba la mesa para disfrutar de ella, de su compañía, de su belleza. Sé que no todos disfrutan la carne y el vino, los niños en algunos ambientes son incómodos y la mujer que me acompaña ha sido por muchos despreciada, ultrajada, maltratada y hasta ignorada. Sin embargo, la comida y la mujer que me acompaña, son el motivo de mi reflexión.
Jesús, la noche en que iba a ser entregado, en torno a una cena especial para quienes se encontraban allí, nos dejó su cuerpo y su sangre. Desde ese momento, su cuerpo, su carne; Su sangre, roja oscura como el color del corbatín del niño, es degustada por todos para la salvación. Carne y sangre han sido confiadas a una bella mujer, que nos recuerda que cruz y resurrección son un vínculo inseparable, como lo es la carne y el vino. El ritual de preparar la carne, primero hervirla y después asarla, debe ser algo más que una tradición familiar de mi amigo Lucho. La carne eucarística y la especie del vino que la acompaña, son más que una tradición de la familia cristiana. Es el acontecimiento pleno, en el que el hombre se ve asistido por una gracia superior que alimenta su espíritu y que se comparte con esa bella mujer, esposa de Dios que llamamos Iglesia. La cena a la que todos somos convocados en una misma mesa y en un mismo plato: carne y vino, cuerpo y sangre, con todos sus movimientos de sabores, olores, texturas y temperaturas ya son un misterio. En el Nuevo Testamento, la palabra misterio se refiere al plan de Dios para la redención del mundo por medio de Cristo, un plan que está escondido desde la comprensión de los incrédulos, pero revelado a los que tienen fe (Ef. 1, 9-10).
En el seno de esta mujer hermosa y en el corazón mismo de esta comida, la carne se consagra al unísono con el vino y allí, precisamente allí, la mujer hermosa continúa haciendo, en memoria de Dios, hasta que Él se disponga a volver, lo que Jesús hizo la noche en que iba a ser entregado, la víspera de su pasión. El misterio de esta cena, antes descrito, de que esta comida sea convertida en el cuerpo y la sangre de Jesús, en el compartir fraterno que esta mujer hermosa dispone, significan la bondad de la creación, la carne que es don mismo de la vida del señor y el niño que proviene del fruto del trabajo del hombre, fruto de la tierra y de la vid, dones, en últimas, del creador. Todas las comidas donde esta mujer, despreciada y amada, está presente y donde se consagra el fruto de la vid y el trabajo del hombre, son denominadas: Eucaristía, que quiere decir, acción de gracias. Previo al momento en que nos disponemos a entrar en comunión con el cuerpo y la sangre, la carne que ha sido hervida antes de asarla y el niño ya sin gases servido en la copa, la mujer se levanta, con ellas las especies de la mesa y nos recuerda las palabras del Señor antes de fraccionar el pan y darlo a sus discípulos: “siempre que hagan esto, háganlo en mi nombre”. La memoria es muy importante en la vida humana. Ella nos permite revivir y asumir nuestro pasado y afrontar el futuro. En este caso, la memoria es lo único que permite a la carne permanecer unida al vino.