Las había casi personalizadas como la inolvidable Librería Aguirre, en la que una cómplice amorosa y culta, Aurita López, inducía al pecado de leer y de entender, fiaba libros a los estudiantes y los introducía en el mundo del arte
Toparse en plena adolescencia con Huxley, Baudelaire, Dostoyevski, Chejov, Azorín, Machado y tantos otros clásicos, debidamente guiado por la mente abierta de la bibliotecaria del colegio, puede llegar a ser el origen del inicio en un vicio incurable, que perdura aún más allá del abandono senil de los recuerdos, que cesa solo con la muerte, pero que después de la muerte misma deja rastros de todo lo que valió la pena haber vivido. Descuidar la fría fórmula química para deleitarse con el relato magistral de un autor iluminado, puede ser fatal en su momento, pero luego se convierte en la certeza de haber hecho lo correcto.
Leer es una pasión, es un vicio, es una forma de vida; pero casi siempre es secreta, intima. Aun en la biblioteca, cuando la lectura no puede salir del recinto, hay que buscar una mesa alejada en un rincón, dando la espalda a todo lo demás, por si una lágrima espontanea delata la emoción que produce el texto engullido. La lectura de un buen escrito lleva a la verdadera paz, la que viene de un corazón ahíto de belleza y armonía. Puede ser que aleje a los amigos que no entienden la decisión de quedarse a terminar lo que se empezó a leer, declinando la invitación a lo que promete ser la rumba divertida con colegas.
Pero en nuestra ciudad, que contaba con unas librerías deliciosas, fueron desapareciendo del centro y de los centros comerciales, negándonos el placer de vagar por entre los estantes atiborrados, acuclillados en un rincón buscando cosas nuevas, recreando las ya leídas, muchas veces sin tener con que pagar. Las había casi personalizadas como la inolvidable Librería Aguirre, en la que una cómplice amorosa y culta, Aurita López, inducía al pecado de leer y de entender, fiaba libros a los estudiantes y los introducía en el mundo del arte; era como la reencarnación de aquella Alfonsina que fungía de bibliotecaria en el Liceo.
Todos los recuerdos, los traumas que dejaron aquel libro que desapareció antes de ser terminado, todo se actualizó con el recorrido por la fiesta del libro recientemente organizada en el Jardín Botánico. Un esfuerzo inmenso que la ciudad no tendrá como agradecer y los lectores como pagar. Había tanto que recorrer, tanto que ver, que queda la sensación de haber hecho un recorrido precario, pero que sirve para establecer cuanto se ha leído, cuanto hay por leer y releer. Lo mejor, a pesar de todo lo bueno que hubo, fue la presencia de la gente joven, que acudió masivamente, pues constituye la certeza de que la gente sigue leyendo.
Y los lectores inveterados, los coleccionistas de maravillas, han dado con el modelo de los libros de segunda y los han bautizado bellamente como “libros leídos”, para darles un segundo debut. Pero también se han ido en busca de mejores horizontes, para ambientes más amables tal vez por razones del negocio. También estaban en la fiesta, porque no solo de novedades vivimos los lectores, pues también hay la esperanza de recuperar la dicha de aquel libro que algún amigo descuidado olvido devolver. Por todo esto, aunque parezca poco, solo se puede decir a los organizadores y expositores, muchas gracias.