Los acuerdos entre el gobierno y los estudiantes universitarios demandan el cumplimiento de la palabra de parte y parte, para que no fracasen.
Aunque para muchos ni siquiera es suficiente con firmar acuerdos, contratos o deberes, hubo una época no muy lejana en la que las personas se sentían obligadas a respaldar con hechos sus promesas. Más que los papeles firmados o los avales, el empeño de la palabra se convertía en garantía de cumplimiento para el otro, porque encarnaba la expresión de una época en la que el honor era fundamental. Pero en estas épocas en que, como dijo Umberto Eco, hemos pasado “de la estupidez a la locura”, el prestigio ha sido reemplazado por la fama y el honor ha dejado de ser una virtud.
Honrar la palabra implica coherencia entre lo que se dice, se piensa y se hace, en eso se fundamentaba el respeto, y por eso, poner en duda la palabra de alguien era ofenderlo. Se creía en la fuerza creadora de la palabra, no solo en la transmisión de emociones sino sobre todo en la invitación a la acción y el reflejo del mundo de las ideas. Por eso se hacían contratos de millones, se vendían o compraban propiedades, se concertaban alianzas y se pactaba el fin de los conflictos, con el único aval de la palabra empeñada.
Pero es claro que corren otros tiempos y son otros los afanes. Hoy es preciso, además de acordar, firmar y publicar lo acordado; hacerle seguimiento y en muchos casos animar la veeduría. Entre los muchos ejemplos de la realidad nacional, destaca como ejemplo el lento retorno a clases en las universidades públicas, tras los acuerdos entre el Gobierno y los diferentes estamentos.
Se hace necesario que las partes cumplan, que honren la palabra empeñada para que, de una vez por todas, la educación superior pueda ser el motor que impulse el desarrollo y anime el espíritu de un modelo de nación que nos convoque a todos. Lo acordado en los meses de octubre y diciembre con los rectores del Sistema Universitario Estatal y con los representantes tanto estudiantiles como de otros sectores, implica de un lado el levantamiento del paro que marcó la agenda de los últimos meses de 2018 y del otro una serie de acciones que se deben implementar en el tiempo y que en algunos casos demandará otros plazos y voluntades ajenas a las que hicieron el compromiso, como es el caso de la reforma a la ley 30 de 1992.
Esos acuerdos se lograron como producto de la movilización pacífica de la comunidad educativa, si bien, hubo varios intentos de distintos sectores de empañar ese carácter pacífico y creativo. Un riesgo apenas previsible en movimientos tan largos, de tanta sensibilidad y en los que convergen intereses y urgencias distintas. Como lo señalamos en un Memento anterior, desde el principio aparecieron los oportunistas tratando de quedar en la foto y de sacar réditos particulares del esfuerzo colectivo. Y como éste es un año electoral, sigue latente el riesgo de que muchos de esos oportunistas quieran aprovecharse del movimiento para sus causas y aspiraciones, por eso, no se puede bajar la guardia y los líderes deben cuidarse de dejarse encantar por los cantos de sirenas.
Como es lógico, legítimo también, hay quienes creen que se pudo haber logrado más. Lo cierto es que no es poco lo conseguido y por eso algunos han calificado el acuerdo como histórico. El incremento consistente en la base presupuestal es, objetivamente, una buena noticia en tanto representa la posibilidad de actualización del presupuesto que desde la promulgación de la ley 30 estaba estancada. Pero como hemos dicho, algunas de las reformas acordadas deben pasar por instancias como el Congreso, y allí es necesario el acompañamiento y la veeduría no solo de los actores directamente involucrados sino de la sociedad entera.
Las reformas al Icetex y a Colciencias, la inclusión de recursos de regalías y otros puntos pueden generar polémicas futuras, sobre todo porque los recursos no se multiplican y en consecuencia si se aplican en un sector se tendrán que recortar en otro. De allí que es preciso que el país defina su rumbo y sus prioridades, que logre concertar qué tipo de educación quiere, para qué sociedad, y se enfoque en ello.
Así las cosas, la mejor defensa de las universidades públicas será afincarse en la calidad de sus propósitos misionales y seguirle aportando al país soluciones inteligentes a los problemas sociales, movilización de las barreras sociales, modelos para acortar la brecha social, ideas para ampliar la participación y agrandar el campo de conocimiento en todas las áreas.
Con cada acción cotidiana se puede aportar a mantener e incrementar el prestigio de la educación pública superior, ya no como única alternativa de acceso para los pobres, sino sobre la base de la calidad como elemento diferenciador y del compromiso social como aglutinador.