En un descuido cualquiera, si la élite dominante no se percata, y reacciona como debe, dando el viraje que la comunidad, callada o ruidosamente espera y reclama, la institucionalidad que aún queda en pie puede venirse abajo
Parodiando a un célebre pensador, cuyo nombre es mejor no mencionar aquí para evitar estigmatizaciones, podríamos decir que un fantasma recorre a América Latina, el fantasma de la anarquía. No la espontánea y repentina que linda con el caos sino otra más perversa, por ser calculada o en parte gestada a propósito. Porque la primaria, en estricto sentido etimológico, es la ausencia de gobierno, la negación absoluta de toda autoridad institucional, a causa de lo cual el desorden cunde, y cuando se supera y agota (como sucede con toda contingencia histórica), lleva a una reorganización de la sociedad desde sus bases, con distintos principios y otras reglas, o con las mismas de antes, restauradas como más convenga.
A lo que, perplejos, asistimos hoy en nuestra región es a unos brotes, o amagos de desorden cuya naturaleza y magnitud a algunos hace sospechar que algo los prospectó en la forma consecutiva o lineal en que fueron estallando. Consecutiva y a la vez en parte simultánea, pues todo ocurrió, o está ocurriendo en estas cuatro semanas, como si hubiera sido cronometrado. A veces la historia discurre así, amontonada, y en este caso lo menos que uno espera es que ello no sea el preludio de algo peor que ya esté tejiéndose en las entrañas de la sociedad, cuando no de un cataclismo, previa la llegada, por supuesto, de un régimen populista de izquierda o derecha que lo preceda y prepare. En un descuido cualquiera, si la élite dominante no se percata, y reacciona como debe, dando el viraje que la comunidad, callada o ruidosamente espera y reclama, la institucionalidad que aún queda en pie puede venirse abajo aquí y en el vecindario entero, incluido Brasil, por resguardado que se crea con su Bolsonaro. E incluidos también países hoy regidos por una izquierda moderada, como Méjico.
La secuencia de lo ocurrido en el continente, de sur a norte, coincidió en el tiempo, como lo hemos subrayado. Primero fue Colombia, con su terreno abonado para ello, por las vicisitudes que ha vivido. Sus disturbios, de una virulencia extrema, estuvieron a cargo de los estudiantes o de quienes, encapuchados se camuflaron entre ellos, como es costumbre. Luego se dieron en Ecuador con los indígenas y el brío que allá los caracteriza. Y en Méjico, por cuenta de la gran delincuencia narcotraficante, por lo visto invulnerable, y que al tomarse una ciudad entera doblegó a un gobierno que, a fuer de progresista no está alineado con Washington, que es la disculpa a que se acude siempre para no ser cuestionado. Y, finalmente, la clase media chilena mostró una temeridad inédita en el hemisferio. Ni siquiera en tiempos de Allende y Pinochet había desplegado tales arrojo y belicosidad.
El fenómeno atrás esbozado tiene rasgos de avalancha, como jamás se había registrado en América. Una especie de sublevación desmadrada en un subcontinente donde los sectores medios que vienen descendiendo en sus ingresos reales entran a jugar un papel protagónico o “de vanguardia”, suelen decir los marxistas o criptomarxistas supérstites. La sublevación aludida se dio sin orden ni concierto. No creo que haya sido concertada desde algún centro, y menos Venezuela, que a duras penas lidia con sus propios problemas, concentrada en evitar que Maduro caiga a consecuencia de ellos, que se agravan de día en día, como lo muestra la virtual parálisis de la economía y la escasez consecuente, rayana en la miseria, que se extiende a las capas medias de la sociedad.
No puedo terminar estas notas sin anunciar mi voto convencido y entusiasta por Aníbal Gaviria para gobernador de Antioquia, hombre probo y capaz, por herencia y por mérito propio.