Lo de Floyd es sólo una chispa más sobre un oleoducto perforado por la desigualdad, el racismo y el abuso de poder.
Las luces se apagaron de pronto y ese gigante de poder que se quedó a oscuras fue la más impactante metáfora del ocaso de Donald Trump. Una oscuridad que aparece y desaparece bajo el embrujo de la Casa Blanca, por estos días convertida en teatro de operaciones de un hombre incapaz de entender los nuevos tiempos.
“El Aprendiz” ha corrido a apagar el fuego con gasolina, queriendo ocultar con el cadáver del afroamericano George Floyd el enorme descontento que hace muchos años ha estado oculto, pero no inmóvil, en los alrededores y dentro de la Casa Blanca.
Lo de Floyd es sólo una chispa más sobre un oleoducto perforado por la desigualdad, el racismo y el abuso de poder. Un tubo sobre el que el coronavirus abrió un boquete tan grande como la insensatez de quien debía tapar tantos orificios de indignación.
Trump no sólo ignoró, sino que se burló del poder de la covid-19. Era más fácil desafiar a China y quitarle los recursos a la OMS que enfrentar sobre el terreno a un enemigo invisible que no reconoce amenazas, pero que sí actúa contra los más débiles y vulnerables: los ancianos y los negros, precisamente quienes hoy engrosan la lista de infectados, fallecidos y desempleados en Estados Unidos.
Trump nunca ha sido ni será un líder. Es un negociante. Y, como tal, le ha puesto precio a la vida. No a la de los suyos ni a la de sus cómplices, sino a la de los que, sin proponérselo, lo hacen ver en la real dimensión de lo que es: un déspota. La orden de toque de queda, la amenaza de intervenir en los estados donde los gobernadores no impongan la ley de hierro y, sobre todo, mandar al ejército a las calles, lo ponen de cuerpo entero al mismo nivel de los dictadores que tanto odia: Xi Xinping, de China, y Nicolás Maduro, de Venezuela.
El presidente de la mayor potencia del mundo actuando como lo que es: un aprendiz capaz de negociar los más altos valores de una nación que durante siglos nos vendió la idea de igualdad y libertad.
El brote de indignación no sólo se ha dado Minneapolis, sino en Denver, Washington, Atlanta y Nueva York, pero Trump está dispuesto a propagarlo hasta donde sea necesario, con el fin de aplastar a lo que siempre le ha sido incómodo: los negros y los pobres. Y lo hará de la misma forma en que hace sus negocios: fijando él mismo el precio.
Así las cosas, Trump juega con candela y amenaza con regar más gasolina, consciente quizás que no saldrá ileso de la hoguera electoral que él mismo, proponiéndoselo, está atizando a escasos cinco meses de la elección presidencial, prevista para noviembre.
Para la fecha, tal vez el voto de George Floyd y de las minorías negras no le importe, pero Trump, entonces, no podrá desconocer que el fuego que hoy deslumbra en las calles de varios estados es más diciente y simbólico que las luces que se apagaron en la Casa Blanca con la misma rapidez con que se extingue el embrujo de un tirano.
Paz en la tumba de Floyd.