La Ley de Páramos

Autor: Dirección
30 junio de 2018 - 12:00 AM

Si bien la actividad minera es la que puede tener la peor reputación en cuanto al impacto sobre estos territorios, vale la pena anotar que la agricultura a gran escala, e incluso la ganadería, también generan deterioro del entorno y son objeto del mismo control en esta norma.

Después de dos décadas desde que el Congreso de la República abordara por primera vez la discusión de un proyecto de ley que regulara la actividad en zonas de páramo, sin que hasta ahora la iniciativa hubiera encontrado suficiente voluntad política para sacarla adelante, se aprobó esta semana el proyecto de ley 233 de 2018 por medio del cual “se dictan disposiciones para la gestión integral de los páramos en Colombia”, un instrumento que, según sus ponentes, sienta las bases de una política pública en materia de conservación de estos ecosistemas, trascendiendo los elementos técnicos de definición y delimitación y avanzando hacia la inclusión de las comunidades y las poblaciones que habitan tales territorios y desarrollan en ellos diversas actividades económicas.

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Y si bien proyectos de ley similares se hundieron en 1998, 2002, 2007 y 2014, la cuestión sobre la preservación de estos territorios no dejó de ganar espacios de discusión en estos años al punto que esta ley podría considerarse el punto de llegada de un debate dado desde las comunidades indígenas, los campesinos, la academia, las organizaciones no gubernamentales y los sectores ambientalistas, y acogido normativamente mediante diversas actuaciones por parte de los ministerios de Ambiente, Minas y energía y Educación, mientras que la Corte Constitucional, en su evaluación del Plan Nacional de Desarrollo (Sentencia C-036/16) trazó su línea jurisprudencial con respecto a las áreas de reserva minera estratégica, excluyendo totalmente la minería a gran escala de tales territorios.

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En tanto el Proyecto de Ley entiende los páramos como ecosistemas complejos de naturaleza estratégica que deben recibir la protección decidida del Estado, la norma es una buena noticia por cuanto establece una limitación a toda actividad económica que pueda generar un impacto negativo sobre los mismos e, incluso, puede exigir la restauración de aquellos que ya han sido afectados seriamente por acciones contaminantes o degradantes. Si bien la actividad minera es la que puede tener la peor reputación en cuanto al impacto sobre estos territorios, vale la pena anotar que la agricultura a gran escala, e incluso la ganadería, también generan deterioro del entorno y son objeto del mismo control en esta norma. Sin embargo, la aprobación de esta ley ha dejado también muchas frustraciones, especialmente entre los habitantes de las zonas de páramo del país donde se practica la minería a pequeña escala y la agricultura, como son los casos de Santurbán, entre Santander y Norte de Santander; y de Pisba, en Boyacá, entre otros.

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Los casos de los municipio de Vetas (Santander) y Gámeza (Boyacá) son indicativos de las dificultades que tendrá el Gobierno Nacional para ejecutar la Ley de Páramos puesto que, en ambos casos, son territorios cuya jurisdicción está dentro del ecosistema y sus habitantes realizan las actividades agrícolas y mineras para sus sostenimiento. De hecho, Vetas deriva su nombre de la riqueza aurífera de su suelo, el cual ha sido explotado por más de 400 años. Sus habitantes, que adecuaron sus prácticas a los requerimientos legales desde la formulación de un Plan de Obra hasta la elaboración de un Plan de Manejo Ambiental, ven con escepticismo que, a la luz de la nueva ley, el Gobierno vaya a ofrecer actividades sustitutivas de la minería entre las cuales, por ejemplo, se contempla el turismo, el mismo que los propios residentes señalan que contamina más que su actividad.

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La existencia, pues, de explotaciones legales de oro en Santander y carbón en Boyacá bajo los parámetros de la minería bien hecha, permite anticipar que la aplicación de la esta ley podría generar una cascada de demandas contra el Estado lo cual, de alguna manera, sería la menor de las consecuencias, pues lo otro que se puede anticipar es que la ilegalidad va a llegar a esos lugares con la certeza de que los minerales están allí, pero sin cumplir ninguna de las buenas prácticas que han conservado el entorno. La ilegalidad puede hacerse presente por dos vías: o bien porque los pequeños mineros legales abandonen las minas y otras personas lleguen a explotarlas, o bien porque los mismos mineros hoy legales, ante la imposibilidad de mantener su sustento, opten por seguir sacando los minerales sin el permiso del Estado. En cualquier caso el escenario será el peor posible, pues no solo el impacto en el ambiente va a ser –ahora sí- alto, sino que puede acarrear la violencia que lleva consigo la ilegalidad. Algo similar puede ocurrir con la agricultura, con la ganadería y hasta con los mismos residentes, quienes poseen títulos de propiedad sobre una tierra que pasará a ser afectada por el Estado y, por ende, dejará de ser objeto comercial, generando un detrimento a los habitantes. No es de poca monta, pues, el reto que tiene el Gobierno para implementar una ley que, insistimos, tiene un propósito valioso en la preservación del ecosistema, pero que puede convertirse en la puerta hacia el círculo perverso en el que desincentivar la inversión responsable conlleva el detrimento ambiental.

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