Quedaron los criollos ricos, mezcla de ibéricos y aborígenes, pero ya bastante compenetrados y culturizados, aunque no del todo asumidos como hispanos
Los criollos, el grupo poblacional dominante en la etapa final de la Colonia (ya virtualmente perfilado como una clase, muy proclive a los usos y modos de los peninsulares en su comportamiento esencial), el grupo de los criollos, digo, se sustentaba en el comercio y en buena parte de la economía rural y mucho de la urbana, o sea en Santa Fe de Bogotá y los gérmenes que había de futuras ciudades. Desde los albores de la independencia dicho sector ya estaba imbuido de la cultura y costumbres hispánicas.
Así como en parte ya se habían afincado aquí las ideas y tendencias del Iluminismo y la Ilustración europeos, impulsadas por la revolución francesa y su secuela, la invasión napoleónica en el viejo continente, también nos llegó, básicamente de Francia, que fue su matriz, el trato galante, el cortejo o cortesía que nuestra burguesía en agrás trataba de imitarle a la nobleza advenediza y sin muchos títulos aquí aposentada. Periclitando el Virreinato, y luego, en la fase de transición habida entre aquel y las nuevas instituciones libertarias, a los criollos establecidos y acomodados se les recibía y oía en los altos círculos, así fuera esporádicamente, por aparentarles algo de respeto. Mas nunca en los salones exclusivos de la aristocracia santafereña remanente que, relevada en lo político, conservaba intacto su poder económico, afincado en los grandes fundos, tan extensos como improductivos, que solo vinieron a tocarse transcurrido más de un siglo. Incluyo ahí, desde luego, a la iglesia católica en todas sus gradaciones (desde obispos hasta párrocos de aldea), la cual, sobre todo al comienzo, por tradición y afinidad, comulgó con esa estructura cerrada, semifeudal arriba citada.
No olvidemos pues que fueron esos criollos acomodados quienes a la larga reemplazaron en el mando a los llamados chapetones una vez cumplida la emancipación e implantada la república. Particularmente en aquel período intermedio conocido como “Patria Boba”. La que, por cierto, por harto que se la ame, para muchos sigue siendo igual de boba, como lo comprobamos cada vez que perdemos a manos de vecinos agalludos, y más avisados que nosotros, una porción de nuestro territorio o de nuestras aguas.
Los peninsulares, en fin, a partir de la Independencia regresaron a la Madre Patria, quedando aquí sus legatarios, los criollos ricos, mezcla de ibéricos y aborígenes, pero ya bastante compenetrados y culturizados, aunque no del todo asumidos como hispanos. Parecidos sí en sus giros del lenguaje, sin ese acento bronco que intimida. También, de alguna manera, en el egocentrismo de los peninsulares. Y, por encima de todo, en la devoción por la familia como núcleo primario del organismo social. Y en las mismas religión y religiosidad que luego tanto incidirían en el conservadurismo y la resignación que caracterizan nuestra sociedad, su visión de la vida, etcétera. Ni hablar del fetichismo jurídico (o santanderismo, su versión criolla), esa devoción enfermiza por las normas farragosas y contradictorias, y la manía de interpretarlas y debatirlas sin cesar, siempre más atentos a la letra, a la casticidad o preciosura de la frase, que a su espíritu, intención o contenido.
Colombia siempre tuvo más territorio que Estado. En ello, y en todo lo anterior y otras cosas que a modo de psicoanálisis nacional o colectivo venimos y continuaremos relacionando, está la raíz de nuestro comportamiento descuidado, o bobalicón, en la Corte de La Haya y demás instancias en que indefectiblemente, cada vez que nos convocan acudimos voluntariamente a ellas, vemos cercenada y ultrajada nuestra soberanía e integridad.