La sonda viaja ahora mismo a kilómetros de la tierra, el problema no es tanto qué imagen tendrán ellos de nosotros, sino qué imágenes tenemos nosotros, de nosotros mismos.
El 2 de marzo de 1972 fue lanzada al espacio una sonda espacial no tripulada que tenía como objetivo fotografiar Júpiter y, luego, llegar al borde de nuestro sistema solar. Esta sonda, conocida como Pioneer 10, además de tomar fotografías, tenía otra tarea con una importancia que yo calificaría de cósmica: en su interior debía llevar una placa cubierta de oro de 15×23 cm, en la que se detallaban, principalmente, dos puntos: dónde estamos y cómo lucimos.
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El primer punto no resulta en absoluto problemático; nuestro lugar en el universo es relativamente preciso. Carl Sagan y Frank Drake, diseñadores de la placa, dieron por sentado que los números son un lenguaje universal y que cualquier vida, si es inteligente, lograría descifrar la placa y dar con nuestra ubicación. Ahora bien, Sagan y Drake no solamente querían enseñarle a la vida inteligente del universo dónde estamos, sino también cómo nos vemos. Es decir, nuestra apariencia. Como es evidente, nuestro aspecto no es único, ni tenemos la forma de un molde homogéneo que nos haga ver a todos los seres humanos absolutamente iguales.
En este punto el asunto adquiere una importancia transcendental, no solo porque la imagen que se talló en la placa sería la primera impresión que se podría llevar la vida inteligente de nosotros, sino porque nos obligó, de cierta manera, a diseñar nuestra figura en los escasos centímetros del oro de la placa. Y ante lo que en un principio podría parecer una cuestión relativamente simple, el diseñó del cuerpo humano resultó ser la parte más complicada. De hecho, fue más complicada que plasmar en pocos centímetros nuestra ubicación precisa en un universo que, según sospechamos, es infinito.
En la historia de la filosofía hay una anécdota que, aunque no puede ser comprobada con absoluta certeza, yo prefiero dar por sentado que en efecto sí ocurrió. En cierta ocasión a Platón se le ocurrió definir al hombre como “un bípedo implume”. Tuvo la mala suerte de ser escuchado por Diógenes de Sinope, quien, al escuchar la definición, y sirviéndose de su inigualable ingenio, desplumó a un gallo, volvió a la escuela del filósofo con el animal y declaró: “aquí está el hombre de Platón”. La respuesta de Platón es casi tan interesante como la refutación de Diógenes: “y de uñas planas”. Es decir, los hombres, según Platón, somos simplemente bípedos implumes con uñas planas.
La anécdota da cuenta de que no es tan sencillo encasillar la complejidad humana en una definición tan simple. Quizá, este es el mayor problema que le podríamos adjudicar a la placa del Pioneer 10.
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Para fines prácticos, el diseño de la placa es perfecto: un hombre promedio, al lado de una mujer promedio. En tanto la vida inteligente tengan contacto con la placa, si es que logran contacto con la sonda y si acaso logran ver (existe la posibilidad de que, aunque sean inteligentes, sean incapaces de ver), se llevarán una idea promedio, muy general, de nuestra apariencia y en ese sentido me atrevería a decir que el diseño de la placa es inmejorable. Ahora bien, el ingenioso proyecto de Sagan y Drake debe invitarnos a pensar qué imagen tenemos de nosotros mismos y qué imágenes, qué cuerpos, qué apariencias no aparecen en la placa. Ya que la sonda viaja ahora mismo a kilómetros de la tierra, el problema no es tanto qué imagen tendrán ellos de nosotros, sino qué imágenes tenemos nosotros, de nosotros mismos. En otras palabras, este proyecto debe también incentivarnos a pensar en aquellas figuras que no entran en el marco de oro y cuáles no están incluidas dentro de los escasos centímetros de la placa. Pensar en ellas y tenerlas en cuenta debe inducirnos a creer que el humano, ni siquiera en su apariencia, puede ser encasillado bajo una definición tan simple. Nosotros no somos una respuesta simple; el promedio no nos define. Tal vez una definición tentativa tenga que ver con la diversidad que nos es inherente. Una diversidad que, paradójicamente, impide una única definición y, naturalmente, una única imagen. Por lo anterior, sospecho que, si acaso queremos darle una imagen más o menos precisa de los que somos y de cómo lucimos a los seres que se encuentran allá arriba, tendríamos que lanzar tantas sondas y placas, como seres humanos aquí abajo.