Proclamar la independencia de un territorio con respecto de un estado determinado, significa la ruptura de los vínculos que los une; significa la decisión de un pueblo de seguir adelante administrando su propio destino.
El proceso catalán es una muestra fehaciente de cómo no deben hacerse las cosas, cuando se trata de tomar posiciones tan determinantes como la independencia política. Los pueblos tienen derecho a la escogencia de su forma de gobierno y de sus gobernantes. Lógicamente, un pueblo maduro siempre tendrá presente sus propios intereses para elegir a quienes los defiendan eficientemente, lo cual no parece ser el caso de Cataluña que se ha dado de bruces en el camino de consecución de algo de lo que se viene hablando hace mucho tiempo.
Básicamente un estado es una ficción jurídica asumida por un universo definido de pobladores en un espacio determinado. Normalmente se constituye como definición de una nación que asume identidad propia e independiente mediante la adopción de un sistema de normas jurídicas. La Constitución, escrita o no, será la declaración de principios y derechos que rigen la vida del estado, erigiéndose en el fundamento de las normas que regularán las relaciones de los ciudadanos entre si y de estos con el Estado.
Proclamar la independencia de un territorio con respecto de un estado determinado, significa la ruptura de los vínculos que los une; significa la decisión de un pueblo de seguir adelante administrando su propio destino; significa el desconocimiento del orden normativo del estado o país al que se viene perteneciendo, para adoptar un ordenamiento propio que dé lugar a instituciones conectada con la realidad nacional, con las necesidades y los sueños de los pobladores del cantón que se independiza.
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Será inútil entonces, incoar el proceso de independencia usando las instituciones que se quieren desechar. No se puede dar al régimen que se abandona pretextos para controlar actos que pretenden desconocerlo. Pero tampoco se pueden desconocer las circunstancias políticas, económicas y sociales de la comarca o región que quiere ser otro estado. Tiene razón Arturo Pérez-Reverte cuando dice que “he visto nacer algunas independencias de la inteligencia, la lucha y el sacrificio, pero nunca vi nacer ninguna de la chapuza y la caspa”
Lo de los catalanes ha sido mal tratado por todas las partes: Carles Puigdemont, el presidente de la Generalidad de Cataluña, demostró más ego que inteligencia al adentrarse en un laberinto del que no tenía planes serios de salida. Tal vez no era el momento de la declaración de independencia, pues no había ni madurez ni una clara conciencia en el pueblo catalán. Pero pudo haber salido por lo menos con elegancia del enredo en que se metió declarando nulo el referendo, alegando una ilegitima intervención del gobierno español.
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El presidente Rajoy tampoco manejó bien el asunto, porque se trataba de la región más prospera de España y había que tener mesura y consideración; los líderes de los partidos fueron erráticos y muchas veces vacilantes y el rey estuvo muy lejos de ser la figura unificante que el mundo entero esperaba. Puede ser que la independencia de Cataluña se aplace o se acelere, habrá que esperar las consecuencias. Lo que sí parece cierto es que se inicia el camino de la supresión de una monarquía que cada día parece más inocua.