La cocina de Leonardo da Vinci A partir del presunto códice Romanoff

Autor: Memo Ánjel
21 julio de 2019 - 09:45 PM

El escritor Memo Ánjel cuenta cuál es la verdad encontrada sobre la obra Notas de cocina de Leonardo Da Vinci

Medellín

Ajo: Aquellos que sospechen haber sido envenenados por sus esposas, deben consumir sus tallos. Contra las picaduras de víbora no son muy efectivos.

Leonardo Da Vinci. Apuntes de cocina.

 

Sobre falsificaciones

Umberto Eco, a lo largo de su obra, se preocupó mucho por las falsificaciones que acredita la historia, lo que incluye no solo hechos falsos sino libros, biografías, cartas, palimpsestos (borrones y nuevas frases sobre el original), grabaciones, fotografías (las de las hadas son famosas), filmes trucados (como el de Zelig de Woddy Allen), documentos, reliquias etc. Si fuéramos a hablar de la verdad histórica, había que pulir mucho, cortar lo innecesario, oír dos o tres veces los testimonios, separar lo real de la propaganda, investigar el contenido de las prohibiciones y, en este usar la navaja de Guillermo de Okham (apellido que aparece escrito de maneras diferentes), que consiste en estar cortando lo que cubre una certidumbre, llegara algo que sea lo que es y no otra cosa.  

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Y en esta manía de adulterar, falsificar, decir lo que no es y crear mitos que terminan siendo realidades aceptadas, como el caso de los puritanos que comieron pavo con los indios (lo que hoy en día es el día de Acción de Gracias), la leyenda negra que crearon los protestantes con relación a la conquista y la Inquisición española, la depravación desmesurada de los Borgias, la falda de los escoceses (Erich Hobsbawm descubre que no es ninguna tradición), los anexos que se hicieron después a la vida de Nerón escrita por Suetonio (para volverlo más peligroso de lo que era), lo que se dijo de la barbarie de Atila el rey de los Hunos, los lugares donde se escondió Hitler en Suramérica, y el cuento sigue porque la memoria, como decía Knut Hansun, admite más literatura que otra cosa. Y si lo que toca esa memoria es morboso, la aceptación es mayor. Pasó con la falsa vida sexual de Inmmanuel Kant, una serie de conferencias dictadas por un tal Jean Baptiste Botul en 1946 y luego recopiladas en un libro. Luego se supo que Botul fue un personaje creado por Frédéric Pagés, en 1995, y lo que buscaba el pequeño texto era meterse en los calzones de Kant para divertimento (otros dirán que escarnio) de los kantianos.

La historia, que contaría solo lo que pasó, también cuenta lo supuesto (lo que no se dijo, pero debió suceder) e incluso inserta invenciones de acuerdo con los intereses de los que buscan que se piense de una manera y no de otra. Y en este punto, donde la propaganda se mezcla con la historia, creando verosimilitudes y formas de pensamiento (el Diccionario Filosófico Marxista de M. Rosental y P. Iudin, es un buen ejemplo), la realidad muta, no siendo ya lo real sino la ideología la que prima. Ideologías peligrosas y xenófobas como las que deformaron la Revolución francesa (Las veladas de San Petersburgo, de Joseph de Maistre), la historia de los judíos (El judío internacional, de Henry Ford, y Los protocolos de los sabios de Sión, de Serguei Nilus), entre otras, creando fantasías y dando pie a persecuciones y formas de pensar alienadas. Y en este campo, que es de oportunistas y gente que busca vender papel con el contenido que sea, aparecen también libros atribuidos a otros. Este es el caso de Los apuntes de cocina de Leonardo Da Vinci, que hace parte de muchos libros de gastronomía y le para el pelo a los davincianos, que no admiten que Leonardo haya metido la nariz en ollas, peroles, animales desguazados y amasijos de harina con yerbas, y váyase a saber entre qué humos y olores.

La última cena de Da Vinci

La última cena es la referencia más cierta de la relación de Leonardo Da Vinci con actividades gastronómicas.

 

Leonardo y la cocina

Libros de cocina extraños son muchos y, si tenemos en cuenta que los hombres y mujeres han comido de todo (salvo papel periódico, tuercas, tornillos y clavos), que abunden en las bibliotecas hace parte de del mundo de la culinaria (lo ancestral) y la gastronomía (lo que se puede comer y algunos se atreven). En nuestra estadía sobre la tierra, hemos comido animales diversos (cada grupo se come lo que es más abundante en su entorno), vegetales de todos los colores (frutas, legumbres, raíces, tallos, semillas), y hasta en el libro Utopía de Tomas Moro se habla de la ambrosía, algo que contiene el olor de las flores y es comestible.

En Historia de la comida, alimentos, cocina y civilización, Felipe Fernández-Armesto, explora lo hemos comido, sus formas de preparación y lo que comer implica en términos morales y de sociedad, llegando al final del libro a los alimentos enlatados y la industrialización, lo que ya implica comidas distintas, preservativos y soledad del que come. Un texto que difiere un poco del de Maguelone Toussaint-Samat, Historia natural y moral de los alimentos, donde el autor se dedica más al origen y contenido de los alimentos, añadiendo anécdotas de cocineros y comensales, Napoleón entre ellos. Pero frente a estos libros, hay otros que hablan de lo peor que ha comido el hombre, como Una cena con Calígula, el libro de la cocina depravada, de Medlar Lucan y Durian Gray, a quienes les cerraron, en Edimburgo, el restaurante donde la practicaban. En el texto hablan de las recetas preferidas por Homero, Flaubert, Gautier, Huysmans (a quienes les gustaban las porquerías), que incluyen gato en salsa de tomate recomendado hasta la gula, para llegar al éxtasis con los postres del marqués de Sade: nalgas de canciller y ombligos de dama. El muestrario de las recetas se considera sabrosamente terrorífico y perverso. Es posible que este libro lo haya leído Anthony Boudain, quien, en Confesiones de un chef, habla de los peligros que encierran los restaurantes, especialmente los domingos, en lo que ya nada es fresco y lo que se come ha sido brotado por neveras, sótanos y, si el sitio es turístico, de donde sea y en el estado en que esté. A Bourdain le persiguieron para matarlo por difamador y al final se suicidó, váyase a saber pensando en qué comidas.

Y uno de estos libros curiosos es un recetario atribuido a Leonardo Da Vinci y conocido como el Códice Romanoff, que a más de recetas contiene aparatos para usar en la cocina, diseño de máquinas para mantener el vino frío al lado del jugo de naranja (lo diseñó para Beatriz del Este), formas de sacar el humo y hasta ventiladores, sin dejar a un lado el tercer diente del tenedor, la servilleta, la ensalada, la máquina para hacer spaghetti (los llamó spago mangiabile, cuerda comestible) y las formas de comportarse en la mesa, lo que incluía no escupir a lado y lado, dónde sentar al asesino y al apestado (que muchas veces era alguien muy importante), y otras cosas terribles que practicaban los condottieri y demás invitados de Ludovico Sforza, El moro, al que Leonardo pinto de perfil para no mostrar que era tuerto. También pintó a su amante, Cecilia Gallerini (el cuadro se conoce como La dama del armiño), de la que no se sabe si comía de estos animalitos.

El Códice Romanoff

De este libro se dice que nunca estuvo en el museo de L´Hermitage (donde los descubrieron supuestamente en 1981) ni está en manos de compradores de arte ni especialistas, debido a que nunca existió. Algo parecido a El misterio de las catedrales (de Fulcanelli), libro en el que, quien nunca existió, fue el autor. Pero el hecho es que el libro anda por ahí, incluso en ediciones críticas. Igual que el de Leonardo, que fue copiado a mano por un tal Pasquale Pisapia, quien da fe de que el escrito es original y pertenece al maestro renacentista. Del hombre llamado Pasquale y apellidado Pisapia aparecen varios en la red, incluso en asuntos de reproductibilidad y citopatología, una dirección en Cava de Tirreni, en Salerno (Italia), pero ninguno que avale la copia.  Total, el primer indicio del libro de cocina de Leonardo cojea. Y más cuando se dice que realmente fue escrito por dos historiadores (marido y mujer), Shelagh y Jonathan Routh, quienes presentaron el texto, el Londres, el día de los locos, el primero de abril de 1987. Según parece, analizando los aparatos de cocina, en el que hay uno que limpia el agua de ranas y otro que servía para cortar puerros y, debido a una falla, terminó matando a varios cocineros, los historiadores situaron a un Leonardo jefe de cocina (como en verdad lo fue, en el palacio de Ludovico y luego en el de Francisco I de Francia), y allí, recuperando muchas de las recetas de cocina del Renacimiento y las maneras terribles de comportarse en la mesa en esos tiempos, crean una especie de recetario y etiqueta, para divertirse y hacernos saber que Leonardo, si bien no escribió el códice, bien pudo pensar y escribirlo así.

Libro Da Vinci ilustración

Ilustración atribuida a Leonardo y que hace parte de la obra de la que se han realizado varias ediciones.

De acuerdo con la historia de Leonardo, su padrastro (Accatabriga di Piero del Vacca) era pastelero; en su juventud, para ayudarse un poco, atiende en las noches en la taberna Los tres caracoles, que se cierra después del envenenamiento de los cocineros. Con Sandro Botticelli (quien era su compañero en el taller del Verrocchio), fundó un restaurante, La enseña de las tres ranas, pero allí fracasa como cocinero. En calidad de inventor y para que Lorenzo el Magnífico, señor de Florencia, le apruebe sus artilugios (muchos de ellos máquinas para la guerra), Leonardo hace pequeñas maquetas en mazapán, pero Lorenzo, en lugar de mirarlos y estudiarlos, se los come. Ya en Milán, en la corte de Ludovico Sforza, a donde llega como músico y poeta, Da Vinci es nombrado Maestro de Banquetes y Ceremonias, lo que seguramente lo llevó a probar caldos, trozos de carne, suflés, ciertos jugos, salsas, panes adobados con yerbas, mirar el estado de la cocina y a inventar maneras de cocinar más rápido (una de sus cocinas explotó), a más de máquinas como la moledora de ganado, cepillos giratorios para limpiar el piso, y, de la mano de Battista Villanis (cocinera que lo acompaño hasta el final), crear artificios para llevar la comida a los comensales, gente capaz de comerse un buey, vomitar y seguir comiendo, limpiando los cuchillos en un conejo o en la espalda del vecino.

Aunque el libro de cocina de Leonardo no es cierto, de este maestro renacentista podía esperarse cualquier cosa, a más de obras de ingeniería, apuntes sobre arquitectura y pintura, pinturas, maquetas, máquinas voladoras y militares, dibujos de anatomía y obras musicales. Y lo esperado sería su manera de ver las comidas, la preparación de animales y de plantas, su conocimiento sobre venenos y afrodisiacos, lo que consideraba medicinal y aquello que rompía las normas, como cuando pintó la Última cena, en Santa María delle Grazie, donde Leonardo y sus ayudantes se dieron a comer de seguido y durante casi un año (él les vendía el vino de sus propias viñas), mientras Da Vinci hacía bocetos de alimentos, poses y caras. Esta demora la denunció Raymond Perault, obispo de Gurk, en carta que envió a sus superiores en Innsbruck. “Leonardo solo se interesa por el contenido de la mesa”, eso dice el obispo.

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Que Leonardo comió, ejerció su sexualidad, hizo picardías y se burló, no hay duda. Es que no hay genios de tiempo completo, a menos que sean criminales fanáticos, como Joseph Gobbels, que se reía cuando alguien se envenenaba. 

 

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