Si hoy hablamos de espacio público hemos de hacerlo considerándolo como una ardua conquista, como la apertura hacia las posibilidades de una vida democrática bajo la cual la palabra paz es un implícito y no la consigna de sus enemigos.
Calles y parques de una ciudad se han hecho para que el intercambio social certifique que vivimos y construimos una democracia participativa. ¿Qué sucedería si la calle fuera tomada para el uso exclusivo de una secta política cualquiera o de una minoría, capaces de excluir con violencia a quienes no comulgan con sus dogmas y, sobre todo a quienes se oponen a la idea de que los espacios públicos no son para caminar y disfrutar libremente enriqueciéndose con la dulzura de las tardes, con los sortilegios de la noche sino sólo, para el abuso de consignas y despliegue de pancartas? El espacio público se define a partir de su capacidad de inclusión. Las sobrecogedoras imágenes de las multitudes desbocadas por el terror, multitudes que manipularon Perón y Chávez nos han puesto para siempre en alerta sobre lo que significa la pérdida de lo cívico en el espacio público. Perdónenme que insista en esto pero me parece percibir en lo que estamos viviendo en estos días una terrible semejanza con lo que aquellas multitudes desbocadas supusieron como atentado contra la conciencia individual y como imposición de las peores irracionalidades políticas: caminando entre las multitud de transeúntes de cualquier gran ciudad, lo que se siente es el placer del anonimato, entender lo que supone la convivencia entre un evangélico, un emberá katío, un católico, un musulmán, un hombre de pequeña estatura y una mujer gigante, un anarquista disfrazado de honesto comerciante que se detiene a escuchar el coro de niños que canta en una esquina. Pero este derecho del ciudadano a ser protagonista del espacio público es un proceso histórico que Henry Lefevre investigó minuciosamente. El espacio público nos certifica el derecho a no ser discriminados por ninguna causa pero también nos pone a prueba ante los deberes que debemos aceptar para que la convivencia de esta pluralidad no se fracture y para que renovemos perpetuamente el respeto de un espacio que se ha constituido en nuestra tradición y que por esto consideramos como espacios sagrados que no se pueden profanar. Yo recuerdo en mi adolescencia el horror de las dictaduras bajo las cuales el Toque de Queda y el Estado de Sitio reprimían la vida de las calles, las conversaciones en las esquinas., de manera que si hoy hablamos de espacio público hemos de hacerlo considerándolo como una ardua conquista, como la apertura hacia las posibilidades de una vida democrática bajo la cual la palabra paz es un implícito y no la consigna de sus enemigos.
Los desmanes causados en el pasado y en el presente por el terrorismo infiltrado en las marchas plantean una pregunta necesaria sobre el alcance de estos derechos y de estos deberes porque si el espacio público supone una conquista para la libertad de expresión donde obreros, feministas, muchedumbres de derecha y de izquierda, defensores de los animales, han logrado contar con un ágora, han podido asumir lo que las diferencias suponen, lo que la tolerancia implica también estamos constatando lo que el atentado, la asonada, estrategias del terrorismo, constituyen como la negación amarga de los derechos ciudadanos al libre uso del espacio público , o sea como instauración del caos y la anarquía aprovechándose del vacío cultural y existencial de una juventud que vive lo que se llama la cultura del ahora. ¿No son estas preguntas las que debe responder el Dr. Petro y su chavismo?