El máximo poder de los adverbios es la capacidad de distinguir con lo cual resultan complemento lingüístico del razonamiento lógico
Lo que no se distingue, se confunde. Esta enseñanza para la teoría y para la práctica política se deduce de la obra de Maquiavelo pero los maquiavélicos la convirtieron no en principio epistemológico sino en máxima para el engaño. Por eso en la política entendida y practicada como truco se eluden los adverbios que son la fuente de la distinción.
Las acciones de las que hablan los verbos y las cualidades de las que hablan los adjetivos se muestran con sus múltiples relaciones, se exhiben con sus detalles mediante los adverbios porque éstos indican, precisan, señalan, delimitan y distinguen matices de lugar, tiempo, modo, cantidad, afirmación, negación y duda. Esa función adverbial permite que las cosas, los hechos y las personas adquieran “personalidad propia”, revivan si están muertas y, además, tengan futuro. Por eso sin adverbios no hay contexto, contextualización, contextura.
Los hay de LUGAR (aquí, ahí, allí, allá, acá, cerca, lejos, arriba, abajo, delante, detrás, enfrente, encima, debajo, donde), TIEMPO (ayer, hoy, mañana, siempre, nunca, luego, ya, ahora, frecuentemente, antes, después), MODO (así, bien, mal, cuidadosamente, mejor, peor), CANTIDAD (mucho, poco o nada), DUDA (quizás, talvez, si pero no), de AFIRMACIÓN, NEGACION, EXCLUSION E INCLUSION.
El uso de los adverbios fortalece el pensamiento racional no solo el que se usa en la racionalidad científica sino el que debería usarse en la vida cotidiana y de ésta, principalmente, en la vida política. Puesto que solo los usamos por costumbre y sin conciencia, no advertimos su importancia para estudiar, examinar, observar, comparar, separar y distinguir.
Si usted no quiere saber qué pasó, qué está pasando y que pasará, no use los adverbios. Y eso tan válido para la física, para la sociología, para la historia, para el derecho como para el periodismo, la literatura y la criminalística. El juicio, breve, sumario, rápido, como el marcial o el imperativo, por ejemplo, y el juicio prejuicioso del chisme basado en la ética de bolsillo se descarga del engorroso protocolo que exigen los adverbios. Si no quiere problemas epistemológicos, morales o políticos, deshágase de los adverbios.
No puede haber curiosidad sin adverbios. La cultura adverbial es contraria a la ignorancia. No se hacen preguntas sin adverbios.
Por ejemplo, sin los adverbios no es posible la historia porque sin su ayuda no se reconstruye ni se construye nada. Su ausencia es silencio, ignorancia e impunidad. Si no se usan todo se diluye, se vuelve etéreo, sin tiempo, sin espacio, sin formas, sin contornos. La verdad sin adverbios puede ser un grito o una orden, un verbo o un adjetivo.
Los adverbios controlan a los verbos porque condicionan las acciones o los procesos a circunstancias específicas; los hacen variar o adquirir matices según tiempo, aspecto, modo; con los adverbios se teje la telaraña en la que las relaciones adquieren sentido, figura, forma, espacialidad, temporalidad, modalidad.
Pero no solo modulan los verbos sino también los adjetivos. Controlan la cultura adjetivada, esa que esconde sus pecados en los aumentativos o los diminutivos; esa que evade, licúa, empequeñece o magnifica, exagera o minimiza. Para insultar no se necesitan adverbios sino adjetivos. Mientras que un adjetivo despacha fácil cualquier explicación y elude la justificación el adverbio las exige.
Pero el máximo poder de los adverbios es la capacidad de distinguir con lo cual resultan complemento lingüístico del razonamiento lógico. Distinguir, percibir el matiz, la diferencia y por tanto la similitud y la semejanza, es condición técnica para el pensamiento racional y para la argumentación cuyo propósito es la comprensión. Porque si lo que se busca es la confusión no debería acudirse a esos recursos. La mezcolanza confunde; aún aquella tan socorrida hoy como truco tecnocrático que consiste promediar estadísticamente para igualar y con la igualación esconder la diferencia, la desigualdad.