¿Conviene, para la vida armónica en sociedad, poner a la familia en primer lugar y por encima de todo?
Nuestra sociedad colombiana, muy especialmente la antioqueña, ubica a la familia no solo en el centro de la sociedad, sino que también la destaca como la motivación fundamental que moviliza a un individuo a lograr propósitos en su vida. “La familia es lo primero” es una frase con la que muchos crecimos y nos podemos sentir identificados porque, justamente, es la familia el primer círculo de apoyo de un individuo; el primer grupo que puede reaccionar y respaldar a una persona en dificultades.
Todos podríamos coincidir en lo positivo de tener unos lazos sólidos con la familia y en lo que ello significa para el desarrollo y el bienestar de una persona. Sin embargo, también conviene detenerse en una mirada que plantea otros interrogantes y que se manifiesta cuando el bienestar de la familia pasa por encima de lo que sea porque: “la familia es primero”.
En este punto, vale la pena recordar el libro No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar y rememorar algunas de las historias de estos jóvenes, asesinos a sueldo en su mayoría, que justificaban su vinculación a estructuras criminales en los deseos de poder darle a la mamá una nevera, una lavadora o una casa; o aquellos que ingresaban en el mundo delictivo por los deseos de vengar a un hermano o a un padre asesinados. Y no es un asunto de las clases sociales menos favorecidas. En las altas esferas de la sociedad, la búsqueda del bienestar de la familia y de la preservación de su “estatus” también provoca actuaciones de todo tipo, desde la corrupción hasta el ingreso a negocios ilícitos. Respecto a esto, el documental The Smiling Lombana de Daniela Abad Lombana, también aporta una mirada interesante al respecto, asociada a cómo nuestra sociedad fue corroída en todas sus esferas por el narcotráfico, apareciendo con ello los deseos de una vida de lujo, tanto en lo personal como en lo familiar.
También es importante destacar que, aunque es un fenómeno muy marcado en nuestra cultura, no es exclusivo de los antioqueños, ni de los colombianos, sino que parece tener unas raíces marcadas en lo latino. Los italianos tienen, por ejemplo, una similar predilección por destacar el rol de la familia. Una evidencia de ello está presente en una gran obra como El Padrino, donde parte de las tensiones se viven alrededor de la idea de la protección de la familia por encima de todo y como bien máximo del individuo.
Preguntémonos, entonces: ¿conviene, para la vida armónica en sociedad, poner a la familia en primer lugar y por encima de todo? ¿O ese pensamiento tiene consecuencias negativas en la convivencia y en el desarrollo mismo de las sociedades? Llegados a este punto, con preguntas difíciles de responder, debe rescatarse que esa visión de la vida que pone a la familia en primer lugar no es propia de todas las sociedades humanas, aunque como especie sí seamos seres sociales. En algunas culturas, quizás menos emocionales y expresivas que la nuestra, el individuo y su independencia juegan un rol más relevante. Son más individualistas que familiares. Y esto, por supuesto, pone de manifiesto otros retos en esos grupos humanos como la soledad, el abandono y el suicidio, por mencionar algunos.
Pero, volviendo a la esencia de esta columna, los filósofos estoicos tienen una mirada respecto a la familia, el individuo y la sociedad que puede ser relevante para comprender esta problemática. Massimo Pugliucci, un experto en el estoicismo, y quien se ha empeñado en divulgarlo de manera práctica para nuestra vida contemporánea, destaca en su libro Cómo ser un estoico (Ariel, 2018) que los seres humanos “empezamos a vivir guiados solo por los instintos (no por la razón) y dichos instintos favorecen tanto la autoestima como la preocupación por las personas con las que interactuamos a diario, normalmente nuestros padres, hermanos y la familia más o menos extendida. Hasta este punto, actuamos esencialmente como intuicionistas puros (…). Gradualmente se nos enseña a ampliar nuestras preocupaciones a medida que nos acercamos a la edad de la razón, en términos generales cuando llegamos a los seis u ocho años de edad”.
Pugliucci concluye en este apartado que “los estoicos pensaban que, cuanto más maduramos psicológica e intelectualmente, el equilibrio debería alejarse de los instintos y dirigirse hacia el despliegue del razonamiento (informado empíricamente)”. Esto es, de acuerdo con los estoicos, a medida que nos desarrollamos, buscamos un equilibrio entre el bienestar individual, familiar y colectivo. Pero ¿qué pasa cuando nos “martillan”, desde pequeños y por siempre, la idea de que “la familia es lo primero”? Pues, el equilibrio se ve afectado y, por lo tanto, las decisiones no solo impactan al individuo sino al conjunto de la sociedad.
El estoico Hierocles –para no distanciarnos de los miembros de esta interesante escuela–, afirmaba que el hombre está circunscrito a diversos círculos: el primero de ellos, el sujeto por sí mismo; el segundo, su familia; el tercero, sus conciudadanos; el cuarto, sus coterráneos o compatriotas; y el quinto, la humanidad. Todos son importantes para nosotros, para cada uno, y cuando se persigue el equilibrio de todas estas esferas y partimos de la base de que todos hacemos parte de este mismo mundo, nos preocupamos entonces por hacer lo mejor posible, desde lo que está en nuestras manos, por lograr el bienestar de todos y cada uno. Esto, por supuesto, no le resta mérito a la idea de que la familia está en un primer nivel de cercanía y respaldo, sino que le suma la necesidad de pensar más allá de nuestros primeros círculos y preocuparnos por los problemas del otro; familiarizarnos con el resto de la sociedad y de la especie humana.
Alguno dirá que esto en la filosofía suena muy bonito, pero en la vida práctica no es realista porque cada uno lucha por lo suyo y por su familia. Pero, precisamente, ¿qué pasaría si todos cambiáramos ese paradigma? O, dicho de otro modo, ¿si cada uno lo hiciera?