No es la inanidad del hecho que fundamenta la acusación lo único que llama la atención en este caso, sino la desmesura de la actuación de la Fiscalía y el momento en el que se produce
Me duele la detención de Aníbal Gaviria Correa, acusado por la Fiscalía de celebración de contratos sin cumplimiento de requisitos legales y peculado en favor de terceros. Ser acusado de esos delitos es un riesgo al que está expuesto cualquier funcionario público en Colombia. Un enemigo político o un contratista frustrado por no haber resultado favorecido, puede, en cualquier momento, saltar y, por la falta de una firma o de cualquier papelillo, acusar al funcionario de violar el estatuto de contratación pública, en cual, con su infinidad de artículos, incisos, parágrafos y acápites, supuestamente destinados a dar “transparencia” a la contratación, se ha convertido una gigantesca trampa en la que con frecuencia caen funcionarios honestos que solo buscan cumplir de forma eficaz y eficiente con sus obligaciones.
A los riesgos inherentes a la maraña de normas que rigen la contratación pública en Colombia, se añaden los que supone “la vigilancia y control” de las dos entidades existentes en el País para velar por la “transparencia” en la contratación pública: Contraloría y Procuraduría, a las cuales frecuentemente se añade la Fiscalía, que encuentra en la acusación de un funcionario público, desde un alcalde de pueblo hasta funcionario de elevado rango, la forma de ocultar su incapacidad de combatir las múltiples formas de delincuencia que azotan el País.
A los grandes delincuentes instalados en la política no les asusta el riesgo de ser cogidos in fraganti o a posteriori cuando usan sus influencias en el aparato gubernamental, usualmente algún funcionario a quien hicieron nombrar en el cargo, para favorecer al contratista del que reciben la coima. Ello se debe a que estos delincuentes roban en grande y por no tener prestigio alguno que perder, están dispuestos a asumir la deshonra de un proceso fiscal, administrativo o judicial y a pagar, incluso, un tiempillo de reclusión en las celdas doradas que el sistema carcelario colombiano tiene reservadas para los delincuentes de cuello blanco, los narcotraficantes y todos los criminales que puedan pagar por ellas a los corruptos funcionarios del Inpec. Pero lo más usual es que ni siquiera lleguen ahí pues sus recursos les permiten pagar legiones de abogados mañosos que consiguen librarlos de cualquier sanción “por vencimiento de términos”. Después disfrutan en tranquilidad sus fortunas mal habidas y, pasado un tiempo, vuelven a la política como si nada fuera.
No ocurre así con los funcionarios honestos que, frecuentemente, por algún otrosí que amplía el presupuesto para atender alguna obra adicional no contemplada en el contrato inicial pero cuya necesidad es descubierta en el terreno al momento de ejecutarlo. En cualquier obra pública o privada, con los mejores estudios de factibilidad técnica, es usual encontrar contingencias geológicas o ambientales que demandan una adición presupuestal so pena de dejar inconclusa la obra o de ejecutarla imperfectamente.
Y este es justamente el caso por el que acusan Aníbal Gaviria. En un contrato de cerca de 42.000 millones de pesos, celebrado en 2005, cuando Gaviria era gobernador por primera vez, se otorgó al contratista un anticipo del 25% que luego se amplió a 29%. Por este cambio, que según la Fiscalía “significó casi 1.500 millones de pesos más para el contratista” es que acusan al gobernador.
Pero no es la inanidad del hecho que fundamenta la acusación lo único que llama la atención en este caso, sino la desmesura de la actuación de la Fiscalía y el momento en el que se produce. Quince años después de celebrado un contrato, que no ha dado lugar a ninguna investigación fiscal o administrativa, por la Contraloría o la Procuraduría, salta la Fiscalía con una orden de captura contra un hombre cuyo ya enorme prestigio se había visto acrecentado por el exitoso manejo de la pandemia de la covid 19 en su departamento.
Eso hace inevitablemente pensar el caso de Andrés Felipe Arias, condenado por la Corte Suprema de Justicia a 17 años de prisión con una acusación similar que destruyó su promisoria carrera política. Arias, recordémoslo, fue acusado, procesado y condenado, por el supuesto delito de celebración de contratos sin cumplimiento de requisitos y por favorecer, presuntamente, a determinas personas con los subsidios otorgados por el programa Agro Ingreso Seguro.
El caso de Aníbal Gaviria pone en evidencia, una vez más, el enorme problema institucional que enfrenta Colombia: la politización de la justicia y de sus organismos de control fiscal y administrativo. La Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría no solo se han convertido en trampolines para impulsar la carrera política a la presidencia de todos quienes llegan a esas dignidades sino también en instrumento de la lucha política en su forma más abyecta. Por supuesto, la más peligrosa es la Fiscalía que lo puede meter a uno a la cárcel mientras investiga si ha delinquido o no.
Aníbal Gaviria seguramente saldrá libre de toda acusación. Y, aunque logre recuperarse del golpe artero que sus enemigos agazapados han querido darle a su carrera política, el sufrimiento humano causado a su familia y sus amigos es irreparable. El sufrimiento de Doña Adela, su madre, que ha tenido que encajar golpes tan duros como el asesinato de Guillermo, su hijo, por las Farc y la orden de captura proferida por otro fiscal contra Don Guillermo, su esposo, sin consideración con su edad avanzada ni su precario estado de salud. El sufrimiento de sus inteligentes y corajudas hermanas, comprometidas como su padre y sus hermanos en la defensa de las libertades. El sufrimiento de su esposa valiente Claudia y de sus pequeños hijos. En fin, el sufrimiento de esa distinguida y sufrida familia que le ha servido al País desde la empresa, la política y el periodismo, ejercido con singular nobleza. A todas ellas y a los otros hermanos ofrezco mi solidaridad y afecto en estos momentos de infinito dolor.