Entre los entendidos es vox populi la existencia de un incentivo tácito donde un menor valor en la obra genera prima proporcional en los honorarios (un falso positivo contractual).
En Medellín, sede de la Escuela Nacional de Minas, casa de brillantes ingenieros que contribuyeron a la modernización del país, ya no es motivo de sorpresa que a menudo se imparta una nueva orden de evacuación y posterior demolición de un edificio a punto de colapsar. Se ha convertido en parte del paisaje y de la conversación trivial: se lee el chat, se comparte el link y pronto se olvida. Esta bola de nieve se regó por todo del país y no discrimina entre obras públicas y privadas. Y aunque los ingenieros son los más comprometidos en esta cadena de errores fatales, también es cierto que interactúan con arquitectos, promotores, curadores, banqueros, órganos de control, gremios, que de alguna manera comparten sus métodos o no se dan por enterados; por no hablar de sus vínculos y cabildeo con instancias de gobierno, del Congreso, asambleas o concejos, fiscales, jueces y con políticos de pura cepa. Así que al momento de entrar a investigar y a señalar responsabilidades el ambiente está viciado y los procesos se eternizan dejando a las víctimas a expensas de su “creatividad” para sobrevivir y al país enfrentado a detrimentos con dudosa probabilidad de recuperación.
En Colombia en lugar de prevenir, se actúa tardíamente. Se prenden las primeras alarmas por anomalías en columnas estalladas; agrietamientos importantes en columnas, vigas, losas; desprendimientos en muros y fachadas; balcones y voladizos torcidos o losas pandeadas; ruidos anómalos dentro de la edificación; puertas que no cierran, rotura de revoques; signos que ya la gente aprendió a distinguir a fuerza de la experiencia adquirida a costa de decenas de vidas. Entonces aparecen ingenieros, constructores, abogados a negar la gravedad de lo evidente, que el edificio amenaza ruina. Entre lo uno y lo otro la estructura revienta y según si evacuaron o no, habrá dos desenlaces. Es el turno para alcaldes, oficinas de desastres, bomberos, investigadores; y mientras, se evaden los responsables. Y solo acá empieza la tragedia de las familias que perdieron todo, algunos hasta la vida. Sucedió en octubre de 2013 con el Space, Medellín (12 fallecidos); en abril de 2017 con el Blas de Lezo, Cartagena (21 fallecidos); en junio de 2018 con el Bernavento, Medellín. Está a punto de suceder en el Babilonia, Itagüí. Puede acaecer en otros 15 edificios testeados en Medellín (con miles de familias en riesgo); o en 16 edificios en Cartagena donde desde el Consejo Gremial de Cartagena se alertó de que el 60% de las construcciones de la ciudad son ilegales. La ruleta rusa apenas comienza.
Entre los entendidos es vox populi la existencia de un incentivo tácito donde un menor valor en la obra, genera prima proporcional en los honorarios (un falso positivo contractual). Pueden darse “economías” en especificaciones, en materiales, por laxitud en seguridad industrial y en general en llevar los estándares de construcción al límite inferior. Si lo anterior se suma al nulo, escaso o sesgado control de los entes de control, está servido un explosivo coctel. ¿Hasta dónde son las Curadurías y los entes gubernamentales de control garantes de que las normas y estándares de construcción segura se cumplan? ¿Quién responde por las vidas, el patrimonio, los enseres, la estabilidad emocional, el deterioro de la calidad de vida de las víctimas de los diferentes colapsos que se han presentado? ¿Hay alguna sanción social, económica, gremial, ética, gubernamental, penal? Y cuando se ha producido un fallo: ¿están todos los responsables? ¿Es justo que los ciudadanos sigan pagando directamente o a través de los impuestos tales errores?