Este montaje “legal”, “garantista” del desorden y represivo del orden, se ha organizado deliberadamente, con el fin de hacer ingobernable al país
En cambio, Iván Duque Márquez es una persona excelente, de gran inteligencia y preparación. Nadie puede negarle integridad, honestidad, ecuanimidad, prudencia, laboriosidad y buena voluntad. Sin embargo, es objeto de los más sangrientos e injustificados ataques. Se lo menosprecia por joven e inexperto, cuando las aterradoras condiciones en las que asumió el mando reclaman precisamente una persona en las mejores condiciones físicas, para resistir diariamente retos de excepcional dureza.
Quienes lo atacan como inexperto deben comparar su destacada trayectoria académica y laboral con las largas carreras al margen de la ley de sus principales antagonistas, con los resultados desastrosos del paso de algunos de ellos por la administración pública o con la delirante y ruidosa gritería de algunas turbulentas mujeres.
Si recordamos que Alberto Lleras fue presidente a los 42 años; César Gaviria, a los 43, y Misael Pastrana, a los 47, vemos que la Presidencia de Duque no es prematura ni insólita, ni por edad ni por experiencia.
Con igual injusticia se le befa dizque como “títere” del jefe de su partido, como si los presidentes, en este país y en el mundo, no procedieran habitualmente de formaciones políticas. Duque viene ejerciendo su cargo con la independencia que le exige la naturaleza del mismo. Ni el uno es títere ni el otro titiritero. Están tan equivocados los que le niegan independencia como los que lo censuran por su pretendida distancia frente al expresidente y senador.
Sin embargo, a los 120 días de su mandato, las encuestas sitúan su aprobación en una cota muy baja, lo que por desgracia refleja un sentimiento generalizado.
En un país tan polarizado es explicable que quienes fueron capaces de votar por Petro no aprueben al presidente; y que, desinformados por la mayoría de los actores mediáticos, lo rechacen pasional e irreflexivamente, mientras muchos de los que votaron por él están justamente preocupados porque el país no ha experimentado el urgente y radical cambio requerido.
Ahora bien, el doctor Duque, el 7 de agosto juró cumplir la Constitución, lo que viene haciendo escrupulosamente.
La Constitución actual es la suma de 380 artículos promulgados en 1991, más medio centenar de enmiendas apresuradas e incongruentes, más 320 páginas de exigencias de las Farc a un gobierno títere de ellas. ¡Y todo ese batiburrillo está “blindado” por una serie de omnipotentes “altas” cortes, comprometidas políticamente con la extrema izquierda!
Este montaje “legal”, “garantista” del desorden y represivo del orden, se ha organizado deliberadamente, con el fin de hacer ingobernable al país. Por tanto, no exagero cuando afirmo que la divisa nacional ahora es: “Libertad para el Desorden”.
Entre mis amigos se cita el reciente triunfo del presidente Vizcarra, del Perú —que acaba de lograr en un referéndum la reordenación del país y la eliminación de estructuras judiciales corruptas—, para exigir algo similar del Dr. Duque.
¡Qué más quisiera el ciego que ver! Pero en el Perú, la Carta (buena, regular o pésima) es una Constitución normal, no dictada por Sendero Luminoso, y todos los partidos políticos (buenos, regulares o pésimos) son colectividades normales. Por eso, el presidente pudo convocar al electorado, lo que en Colombia resulta prácticamente imposible.
En nuestro país, el estatuto fundamental, y centenares de normas ya dictadas para implementar el “acuerdo final”, se establecieron con el único propósito de hacer posible el “gobierno de transición” que los votantes frustraron.
En resumen, así como no puede celebrarse un cónclave católico con cardenales protestantes, la democracia no puede funcionar dentro de una camisa de fuerza marxista-leninista, de la que hay que rescatar al presidente, si queremos que Colombia deje atrás ese aterrador montaje, para regresar a un régimen jurídico y económico normal.
He ahí el grande y fundamental interrogante que debemos plantearnos para encontrar una solución, porque no podemos seguir convirtiendo al presidente en el chivo expiatorio de todos los males que se derivan del caos institucional y ético dentro del cual la Constitución lo obliga a actuar.