La muerte y otras muertes en Horacio Quiroga

Autor: Reinaldo Spitaletta
3 diciembre de 2017 - 02:00 PM

Una visión del trágico escritor uruguayo a través de tres de sus cuentos.

Medellín

El cuento moderno en América Latina tuvo en el escritor uruguayo Horacio Quiroga a su principal cultor y pionero, en un género que, si bien puede ser uno de los más antiguos de la humanidad, en su forma más novedosa alcanzó las más altas cumbres y transformaciones con los aportes de Edgar Allan Poe, uno de los maestros del autor de Los desterrados. Quiroga, el mismo que muy joven acompañó como fotógrafo a Leopoldo Lugones en la investigación sobre El imperio jesuítico, en la selva de Misiones, Argentina, se convertirá en un estandarte del relato breve en esta parte del mundo.

El amor, la locura y la muerte son tres avatares inevitables en la vida y obra del escritor nacido en Salto, Uruguay, en 1878. Acompañado en casi toda su existencia de hechos trágicos, el escritor, que también se dedicó a la crítica cinematográfica, el ciclismo, la galvanoplastia, los artículos de prensa y revistas, tendrá en el cuento su principal arte, talento que no pudo desplegar en la novela ni en el teatro.

El escritor revelación

Antes de él, nadie desde el río Bravo hasta la Patagonia escribió cuentos de un modo tan moderno, con la introducción de elementos clave como la tensión y la intensidad, los manejos del tiempo, la visión del hombre en medio de la enfermedad y los misterios de la vida. Sus narraciones, casi todas selváticas, con ríos y quintas, con perros y caballos, son extrañas en momentos en que, en el sur, y también en otras partes de Hispanoamérica, las ciudades ofrecían insumos suficientes para la literatura urbana. Sin embargo, la ruralidad, de la que siempre bebió el autor de Anaconda, va a ser su territorio en la ficción.

Para principios del siglo XX, el escritor, que había vivido en el Chaco cultivando algodón, se configura como una revelación en la escritura. Sus atmósferas, sus parcos personajes que apenas modulan algunas palabras, la fuerza de la acción, las sugerencias y otras características, lo van subiendo a un pedestal de cuentista extraordinario. Sus primeros trabajos, publicados en revistas (como Caras y Caretas), le otorgan desde el principio el título de un autor diferente.

Quiroga, a quien la velocidad lo embriaga, como lo reveló y experimentó en sus montadas en motocicleta, en la que viaja por diferentes partes de Argentina, se va introduciendo en el conocimiento de los árboles, las corrientes, las aves, las serpientes, los cultivos, los obrajes, la vida de la selva. No es extraño que lea con fruición a Rudyard Kipling, otro de sus maestros. En uno de sus primeros relatos, en El almohadón de plumas (1907), es notorio el influjo de Poe, pero también la fuerza por liberarse de la luminosa sombra del bostoniano, al que Quiroga leyó hasta la saciedad en su primera juventud.

Los cuentos emblemáticos

De la vasta producción del salteño, tomaré como muestra para este ensayo solo tres de sus cuentos, que congregan características fundamentales de su escritura, de su temática y tratamiento, de las obsesiones y hasta alucinaciones de un autor que se yergue como un portento del género. Con La gallina degollada (1909) y El hombre muerto (1920), se completa la trilogía que, entre otros parentescos, tiene como lugar común la muerte.

El principio de El almohadón de plumas es no solo deslumbrante sino estremecedor: “Su luna de miel fue un largo escalofrío”. Después de este inicio, el lector no tendrá otra alternativa que continuar leyendo la historia que, claro, se parece a alguna de Poe, pero quizá tenga mucho ya del autor del Decálogo del perfecto cuentista (1927), en el que, en uno de los mandamientos, dice: “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia”.

En este punto sería importante advertir que, para algunos escritores, contemporáneos de Quiroga, el susodicho decálogo les parecía un disparate, como lo dijo su compatriota Enrique Amorim; al tiempo que para otros se trataba de una pieza humorística, o de un catecismo o credo dogmático, con verdades reveladas. Como sea, esta proposición transparenta, en parte, los postulados estéticos de Quiroga, quien, en el primero de los diez, dice que hay que creer en el maestro como en Dios mismo, y pone como evidencia a cuatro de ellos, a los cuatro de su veneración y de los que aprendió mucho: Poe, Maupassant, Chejov y Kipling.

Lea también: Horacio Quiroga, cuentista perfecto

En el Almohadón, que tiene, además de la muerte, comunidad y analogías con La gallina degollada y en los que aparece un matrimonio disfuncional, a veces incomunicado o desavenido, a veces amargado por las culpas, se presenta una situación de silencios y ausencias entre la pareja, Jordán y Alicia: él, mandón, de “impasible semblante”; ella “rubia y angelical”. Y aparecerá como sino fatídico la enfermedad de la mujer, agobiada por la anemia, con alucinaciones, con horror por la alfombra casera, hasta llegar a padecer un subdelirio (delirio tranquilo, con palabras incoherentes, sin perder la conciencia), en el que ve monstruos que se deslizan por su colcha, por su cama, aunque ella no permite a la sirvienta que le arregle el almohadón.

Con un desenlace sorpresivo y aterrador, El almohadón de plumas, una brevedad meticulosa, sin excesos, apenas con lo necesario para provocar emociones y asombros en el lector, es una pieza en la que la microbiología tiene asiento y puede disuadir a aquellos que aspiran a tener en su cama almohadones de dichos materiales.

En conexión con la crueldad

La gallina degollada, uno de los más célebres cuentos de Quiroga, además de la culpa, que se enrostran los padres de los cuatro idiotas, Mazzini y Berta Ferraz, establece una conexión con la crueldad y, por qué no, hasta con aspectos culinarios. Es una tragedia en pocas palabras, con situaciones que pueden llevar a la angustia y desazón final del lector, ante unos hechos bien tejidos, justificados, con los amarres necesarios para ir subiendo la tensión hasta dejar boquiabiertos por el horror a quienes no cierren los ojos (ni la imaginación) ante el desenlace fatal.

Las incriminaciones del hombre a la mujer, de la mujer al hombre; las relaciones con taras familiares y con la enfermedad (la tuberculosis) y, en medio del babeo y la soledad de los cuatro muchachos, a los que les dio meningitis, que solo tienen el sol y los atardeceres como una gracia que tampoco entienden, son parte del entramado. Y habrá un momento de felicidad de los padres, cuando nace Bertita a la que, después de la espera del tiempo estipulado para saber si es sana o si padece la enfermedad de sus hermanos mayores, se recibe como un don, como una gracia, como una suerte de oasis en ese desierto de disturbios y desventuras.

Y entonces todos los cariños y cuidados serán para la muchachita, al tiempo que para los retrasados solo habrá indiferencia. Para ellos, la sirvienta será su vigilante, la vestidora y alimentadora, y los tratará “con grosera brutalidad”. Esos muchachos que imitan a veces el sonido del tranvía eléctrico (bueno, los idiotas son capaces de imitar muchas cosas), cumplirán, sin saberlo, sin proponérselo, una vindicta de espanto frente a sus despectivos padres.

En este cuento, más trágico que el del almohadón, Quiroga construye una atmósfera de asfixia, de tensiones familiares, de inculpaciones y desgracias. Y, si como se verá, en El hombre muerto la sangre está ausente, o, al menos, invisible, en el de la gallina esta correrá y se verterá como en un sacrificio ritual. El haber presenciado cómo se degüella una gallina, les dará a los idiotas una pequeña luz, una guía para actuar más tarde y, en medio de su inconsciencia, realizar un ejercicio imitador, pavoroso.

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La muerte aceptada

En otros cuentos de Quiroga la muerte es un leit motiv, una condición ineludible. Una fortaleza inexpugnable. Pueden mencionarse, por ejemplo, El hijo y A la deriva. En El hombre muerto, que, gracias al título, comienza con el final, la muerte no es vista por el protagonista como un hecho trágico o doloroso. Se acepta en medio de un mundo conocido, entre bananales, la presencia de un caballo colorado de cara blanca (un malacara) y un tiempo que transcurre, casi como el de ayer, como el de otros días, entre lo cotidiano, con la misma yerba, la misma alambrada. Todo es igual, anodino si se quiere, menos el hombre que se está muriendo.

Es un cuento narrado con serenidad y eficacia. Un hombre que quería, tras un tiempo de trabajo, echarse a descansar en la gramilla, y en ella quedará extendido con la certeza de que “acababa de llegar al término de su existencia”. Ahí, mientras él se muere, estarán, como siempre, Misiones, el valle del Paraná, un muchacho que silba, el sol del mediodía, la familia que le lleva el almuerzo, “solo él es distinto”. Un hombre y un machete se han fundido en un solo ser, en una entidad, en un equipo, en una manera de morir.

Quiroga, el de las muchas muertes, el hombre de los suicidios (su primera esposa, dos de sus hijos, su padrastro, se suicidaron), las desventuras y los duelos permanentes, terminará como vivió, de una manera trágica. Su vida novelesca, que apenas duró cincuenta y ocho años, terminó en un hospital de Buenos Aires, donde fue internado por un cáncer de próstata. Allí, en esa casa asistencial, conocerá a Vicente Batistessa, paciente que vivía en los sótanos de la clínica, porque era un monstruo, un hombre elefante, como el inglés Joseph Merrick (en 1980, David Lynch hizo, basado en la vida de Merrick, la película El hombre elefante).

El escritor pidió que al paciente que padecía el Síndrome de Proteus lo trasladaran a su cuarto. Y se hicieron amigos. Ante Batistessa, el autor de El crimen del otro, se bebió un vaso de cianuro. Y a partir del 19 de enero de 1937, fecha de su suicidio, él y su obra comenzaron a pertenecer a la historia universal de la literatura.

 

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