La nueva normalidad a la que nos vemos enfrentados, por los efectos del COVID 19 en cuanto a distanciamiento social, nos presenta nuevos retos en cuanto al desarrollo de la participación ciudadana.
El 21 de mayo se conmemoró una fecha muy importante para Colombia: el Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo, proclamado por la Unesco en 2002 para concientizar a la población sobre la importancia del diálogo intercultural, la diversidad y la inclusión, propendiendo por combatir la polarización y los estereotipos para mejorar el entendimiento y la cooperación entre las gentes de diferentes culturas. Se trata de algo crucial para un país como el nuestro, en donde las comunidades exigen cada vez más ese tipo de diálogo con los diferentes actores institucionales y buscan que sus reclamos se conviertan en una participación efectiva que conduzca al desarrollo de sus territorios. De hecho, todos nuestros mecanismos de participación ciudadana han sido objeto de largas discusiones de orden constitucional, no solo los extendidos a la ciudadanía en general, sino también aquellos que reconocen mecanismos diferenciales a las minorías étnicas, como es el caso de la consulta previa en el marco del Acuerdo 169 de la OIT. Pero la aplicación de estos derechos ciudadanos ha desnudado también las falencias de lo que algunos académicos llaman una “rudimentaria democracia participativa”, en donde la representación y la vocería de una comunidad en muchos casos la ejercen, sin legitimidad alguna, actores casuales de causas particulares: una representación que polariza, dependiendo de su concepción personal y material, sin priorizar el interés común y sin promediar el concepto de quienes dice representar; un liderazgo manipulador que no da cabida a posiciones conciliatorias. Por otro lado, la tradición de la presencialidad en los mecanismos de participación ciudadana ha generado sus propias barreras: la gente no tiene tiempo ni dinero para participar de reuniones informativas y deliberativas, y como si no asiste no existe, termina “representada” por quién se tomó la vocería de los que no vinieron. Sin embargo, la nueva normalidad a la que nos vemos enfrentados, por los efectos del COVID 19 en cuanto a distanciamiento social, nos presenta nuevos retos en cuanto al desarrollo de la participación ciudadana: nos invita a pensar en las virtudes, poco conocidas hasta ahora, de los mecanismos no presenciales de participación, a los que hasta la fecha muchos se han opuesto. Bien sabemos que resulta imposible hablar de virtualidad absoluta en un país en donde menos de la mitad de la población cuenta con acceso a internet. Pero en Colombia existen más de 65 millones de líneas de telefonía móvil a través de las cuales los ciudadanos pueden recibir mensajes de texto, audios, videos y en muchos casos documentos y presentaciones. Se trata de salirnos de la caja y pensar que las posibilidades de llegar de manera masiva a los ciudadanos, garantizando una participación efectiva, se han extendido rápidamente, y que herramientas como las redes sociales han permitido que las personas tengan acceso en tiempo real a información que antes resultaba imposible. Al tiempo, medios tradicionales como la radio, a través de las emisoras comunitarias que hoy tienen la capacidad de llegar a rincones inimaginables, son capaces de impactar a una audiencia antes inalcanzable. Hoy, más que nunca, la ciudanía requiere ser tenida en cuenta, y los proyectos de desarrollo de infraestructura, minería, petróleo, entre otros, requieren avanzar con legitimidad ciudadana para enfrentar la crisis económica en la que estamos sumidos. Este es el momento de probar las virtudes de la participación no presencial que, implementada de manera efectiva, puede conducir a deliberaciones más razonadas y menos emotivas, y a diálogos más fluidos, con una participación más balanceada entre actores reales de cada territorio.
@carloscantep