La trágica desazón de Las palmeras salvajes

Autor: Reinaldo Spitaletta
15 octubre de 2017 - 02:00 PM

Una novela con historias intercaladas, inundaciones y un aborto

Medellín, Antioquia

En 1940, un año después de haberse publicado en los Estados Unidos Las palmeras salvajes, de William Faulkner, en la editorial Random House, Jorge Luis Borges dio a conocer su traducción española de la obra que ya había sido catalogada en algunas sociedades puritanas como “obscena” y que llevaría a que, en 1948, se censurara en Pensilvania. El argentino se basó, como caso curioso, no en la edición original estadounidense sino en la británica (ya mutilada por la censura) de la editorial Chatto y Windus.

La novela, que consta de dos historias distintas (Las palmeras salvajes y El Viejo), aunque se conectan por diversas circunstancias y sensibilidades, tenía el título original de Si te olvidara, Jerusalén, que es la quinta línea del Salmo 137. Los editores consideraron que ese no era un título adecuado. En ella (la segunda traducida en su momento al español), el escritor que inventó el condado de Yoknapatawapha, y que le dio una enorme estatura literaria al Sur, aporta nuevas experimentaciones en su estilo y forma de hacer literatura. Además, su obra se convierte en una provocación para los más retardatarios sectores moralistas de su país y aun de otras coordenadas.

Tal como se lo dijo el autor de Santuario (otra novela censurada en Estados Unidos) a la periodista Jean Stein, de Paris Review, en un principio había un solo tema, la historia de Carlota Rittenmayer y Harry Wilbourne, protagonistas de Las palmeras salvajes. “Solamente después de haber comenzado el libro comprendí que debía dividirse en dos relatos. Cuando concluí la primera parte de Palmeras salvajes, advertí que algo le faltaba porque la narración necesitaba énfasis, algo que le diera relieve, como el contrapunto en música”.

 

Dos historias, un libro

Las historias, que se necesitan una a otra, suceden en tiempos y espacios diferentes: la del médico “inconcluso” y su amante, en 1937; la del negro convicto, diez años antes, durante las inundaciones del río Misisipi. Parece mejor escrita la relacionada con el gran río que la otra, y en la que, además, hay más presencia de las experimentaciones narrativas de Faulkner, sobre todo, con ciertos flujos de pensamiento (que todavía no alcanzan las cumbres de los que se expresan, por ejemplo, en El sonido y la furia) y en la manera de mostrar al penado (un hombre innombrado en la novela, solo se dice de él que es el Penado Alto)  en varios planos, presente y pasado, con oyentes que tiene cuando está contando lo que sucedió en la inundación, mientras él iba en un esquife a salvar a una mujer.

Faulkner, un escritor que fue sometido al desprecio y la oscuridad por ciertos periódicos y críticos del norte y el este de su país, asume en esta novela de historias intercaladas, una posición de gran narrador. Está en la cúspide del dominio del idioma, de los personajes, de los accidentes naturales y de la condición humana. Es capaz de hacer e interpretar las mutaciones y vacilaciones propias del hombre cuando está sometido a desafiantes presiones; cuando está inmerso en aguas turbulentas y cuando tiende a rodar por los abismos de la desesperanza y la desesperación.

En El Viejo (el viejo es el gran río), más que en la historia del adulterio y el aborto, hay tonos bíblicos, tal vez porque, como por ejemplo se podría apreciar en Mientras agonizo, la naturaleza está alterada y muestra toda su potencia frente a la debilidad humana. Los truenos, los relámpagos, el cielo que chorrea, el símbolo de la fragilidad en un botecito en el que, pese a todo, hay vida y esperanzas, es una constante en la historia del penado que, obtendrá, por su intento de fuga, diez años más de prisión.

 

La riqueza verbal: de Faulkner a Borges

En esta obra, en la que se siente el viento oscuro, el viento negro, Faulkner, con sus largas frases, con sus periodos entrecortados por otros extensos paréntesis, da cuenta de su dominio verbal, pero, a su vez, de la dificultad que puede tener un lector acostumbrado a la linealidad y a las frases cortas. Así que no es raro que haya que devolverse en ocasiones para agarrar de nuevo el hilo del discurso. Al tiempo, se verá y sentirán las fuerzas verbales, la musicalidad y la sonoridad de palabras, adjetivadas de un modo feroz y diferente.

Aunque Borges, en su traducción, omite algunas de las construcciones experimentales de Faulkner en sus modos de ensartar las frases, no parece tener ante la obra ninguna aprensión moral, amén que el texto que tradujo ya tenía las omisiones (mejor dicho, la censura) de palabrotas y otras situaciones que asustaron a los hipócritas “inquisidores”, en particular los de la edición británica, que, tal vez, era la única disponible por aquellos días en Buenos Aires.

El crítico Leah Leone, en su texto Las palmeras salvajes de William Faulkner en la traducción de Jorge Luis Borges (1940), dice: “La irreverencia que tenía Borges hacia el original, en combinación con los disgustos que tenía con el modernismo anglófono, le llevarían a desechar muchas de esas novedades técnicas «incómodas» y «exasperantes» de la novela de Faulkner”.

Las palmeras salvajes es el relato de los amores ilícitos y contrariados del estudiante de Medicina Harry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer, que deja a su marido e hijas para escapar con su amante. A la postre, tras diversas aventuras y peripecias, la mujer muere a causa de un aborto mal practicado por Harry. La historia contrapuntística, El Viejo, es la narración de una serie de sucesos que tienen como eje a un “penado alto”, que soportará todas las mudanzas de la naturaleza y, si se quiere, como en los trágicos griegos, del inevitable destino.

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Como en otras piezas faulknerianas, la mezcla de voces, como una polifonía, está presente en los modos de la narración, o, de otra manera, hacen aquellas voces que el narrador permanezca a cierta distancia. Y, también, hay pasajes que se refieren, además de ciertos símbolos, como las “largas cabezas tristes de mulas”, a las poderosas fuerzas de la naturaleza: “tratando con su fragmento de madera astillada de mantener intacto el esquife a flote entre las casas, los árboles y los animales muertos (pueblos, almacenes, residencias, parques y corrales, que saltaban y jugueteaban alrededor como pescados muertos”).

Es una narración tormentosa, y, en ocasiones, atormentada. Hay una gran soledad en la de El Viejo, y una pesadez de la culpa, en Las palmeras salvajes. Y en ambas, en su conjugación, se siente el aliento poderoso del escritor, que es capaz de nombrar las aguas, los árboles, los animales, los desastres, pero, a su vez, las inquietudes y los azarosos avatares de los hombres y las mujeres de esta novela que, pese a todo, no es de las más conocidas (o leídas) del autor de ¡Absalón, Absalón!

 

La metáfora del fracaso

En el prólogo del escritor español Juan Benet a la traducción de Borges, se habla de la potencia metafórica de Faulkner, de su audacia en el uso del logos, de su inteligente manera de introducir símbolos. “Las palmeras salvajes no es solo una novela antirromántica —pensada con toda malicia contra los ideales más bien legendarios que alimentaran tan buen número de títulos de su generación— sino un testimonio de la rebelión, llevada a cabo palabra tras palabra, contra el significado literario de las más altisonantes”, advierte Benet.

La gran metáfora de esta creación de Faulkner puede ser la del fracaso; en el amor, en la práctica profesional de un oficio; en la huida; en el no poder ganar la libertad, pese a que se desee con fervor. En el caso del personaje médico frustrado, es patética su debilidad de carácter, y, si se quiere, su afeminamiento, su suavidad personal, frente a la fortaleza y mando de su amante. Ella, en últimas, es la que no quiere tener el niño, el fruto de esa relación prohibida, sobre todo porque los hijos “duelen demasiado”. Harry sucumbe ante los dictados de la ética y se hunde en los abismos de un crimen, de una condena sin atenuantes.

En El Viejo, la más corta de las dos historias, que pueden ser “historias dobles”, el fracaso está dado por la imposibilidad de luchar con éxito contra los designios de la naturaleza, contra su furia y sublevación. En medio del caos, puede haber vida, un llanto de bebé, una luz, pero, al fin de cuentas, todo es inútil frente a la invencible marejada de los acontecimientos que parecen un castigo de alguna deidad desconocida.

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Lo más indicado, es leer las historias en el orden en que están estructuradas y organizadas en el libro. Porque se ha dicho que Faulkner las escribió por separado, o en forma serial en vez de paralela. Tal vez, si se lee, por ejemplo, solo una de ellas (sin tener en cuenta la otra), se asista a una operación de castración. O, en otro sentido, a quedar con la sensación de que algo queda faltando. Porque, si hay cuidado en la lectura, se notará que, aunque muy distintas, se pueden establecer similitudes y, como es obvio, ingentes diferencias. Las tonalidades se juntan en una narración coral, las adversidades también.

En ambas, hay vida y muerte. Destrucción y lo que queda después del ventarrón, del huracán, de la inundación. De la culpa y su castigo.

Al respecto, Faulkner, ante algunos críticos (y seguro, algunos editores) que decían que las historias estaban creadas por aparte, dijo: “No reuní las historias después de haberlas escrito. Las escribí tal como pueden leerse por capítulos”.

En el libro William Faulkner, escrito por Michael Millgate, un estudio tremendo e imprescindible sobre las obras del escritor sureño, se advierte: “Sea cual fuere la historia de la novela, esta debe ser discutida e interpretada tal como se encuentra publicada, y es evidente que el método estructural de Faulkner nos obliga a reconocer ciertos paralelos y ciertas inversiones de tipo temático y narrativo entre una y otra parte de la obra”.

Y, en efecto, entre Wilbourne y el Reo Alto (o Penado Alto), hay ciertas similitudes, certezas, seguridades, pero también vacilaciones. Ambos acaban en la cárcel de Parchman, en tiempos y situaciones diferentes; tienen casi la misma edad, y al principio, los dos, por diversas circunstancias, abjuran del sexo. Harry, por ejemplo, todavía es virgen después de los veinte años.

Las palmeras salvajes, o—quizá el título original es más emblemático— Si te olvidara, Jerusalén, están por fuera del fascinante y hasta misterioso condado creado por Faulkner. Casi todas sus situaciones suceden en Nueva Orleáns, una tierra llena de músicas y de vientos.

Por su estructura es, dentro de la novelística faulkneriana, una extraña obra, tal vez sin tantos despliegues mediáticos, pero intensa y rodeada de belleza. Las palmeras salvajes, con memorias de la carne y la culpa, poseen la fascinadora incertidumbre de los seres que parecen caminar siempre sobre la cuerda floja.  

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