Algunas veces las victoriosas jugadas del genio deportivo se tornan en habilidosos sistemas de violación de las leyes. Tácitamente aquellas habilidades reciben el aplauso del público, un confundido público.
El objetivo del fútbol es ganar el partido cuando se concretan los goles al atacar la portería del equipo contrario, superando a sus defensas y al baluarte final, el portero. Para que este universal juego tenga lugar, se acatan unas normas, reglas acogidas y seguidas por todos. Hay árbitros y asociaciones, locales, regionales, mundiales. La notoriedad de países depende de ello. El papel del árbitro es una necesidad acogida de modo global, y al final, en medio de un mundo tecnológico e instantáneo, las ayudas de las imágenes le permiten asumir una poderosa condición, casi única en el universo conocido: sus fallos últimos tienen el peso del acero, mayor que el del dogma. Hipotéticamente garantiza el juego limpio. Esto es un contraste curioso, considerando que en la actualidad cada quien, cualquier donnadie, suele considerarse a sí mismo idóneo para establecer sus propias y particulares normas de conducta, sin acatar normas ni leyes.
Alrededor de todo ello –¿no se trata pues de un juego, de un encuentro momentáneo entre seres humanos ansioso de pasatiempos y diversiones?- existe una infinita y multimillonaria trama de intereses económicos cuya complejidad se escapa a la capacidad de comprensión del no iniciado. En pocos años un buen jugador de fútbol se convierte –de la mano del papel magnificador de medios de comunicación que incansablemente hablan de cada uno de sus movimientos existenciales, en lo personal y en lo deportivo- en una especie de héroe mitológico. A su lado, Aquiles, Ulises, Hércules, Robin Hood y otros son apenas unos oscuros e insignificantes desconocidos. Casi que hay altares para Pelé, para Beckembauer, para un egocéntrico y excéntrico argentino, o para el goleador portugués Cristiano Ronaldo.
Pero además de llevar el balón a la meta contraria, algunos delanteros históricos hacen otras cosas de las también se ocupan los medios masivos. Ejemplo es el reciente caso de un futbolista europeo, uno de los mejores del mundo y de toda la historia del deporte. Se conoce su desfalco colosal a las arcas de impuestos en España. A pesar de tratarse de millones de euros, el jugador -sonriente y con una poderosa imagen de personalidad ejemplar- sale de los tribunales también exitoso, luego de ordenar sus cuentas fiscales. Negociando con el estado sus abogados logran con una multa la libertad y la superación del incómodo episodio, que parece convertirse en una infracción menor: la imagen pública del personaje sigue siendo la de héroe forjado en los goles, en sus jugadas geniales. Se siguen ponderando sus logros y también los pródigos avances financieros de una figura envidiable, un ídolo, alguien a quien se erige un pedestal como referencia digna de la simpatía y fidelidad de millones de seguidores.
La realidad tiene otras facetas. Se trata no solo de un sujeto dedicado a la profesión de futbolista, es también una persona involucrada con graves problemas con la justicia, pequeñeces que el poder del dinero ha resuelto por la intervención de sus abogados. En este equívoco mensaje pareciera que lo importante son las negociaciones y su monto, no el delito cometido. La trampa ha pasado a un segundo plano; el fin justifica los medios y se aceptan los resultados, no importa la acción delictiva: es el consecuencialismo ético como norma. En tan cómodo escenario se niegan la virtud y el valor de otros medios lícitos quizás más lentos, más exigentes y menos exitosos, en lo que toca a esfuerzo personal y a cultivo del modo de ser.
Son notas de un mundo en el cual muchos nos creemos idóneos para criticar la corrupción en varios niveles pero al mismo tiempo, inclinamos sumisos la cabeza ante impostores y defraudadores del fisco convertidos en héroes cuasi mitológicos. La victoria del eficaz goleador es al mismo tiempo la derrota de una sociedad que ha olvidado orientar al ciudadano hacia la virtud, hacia la areté de los clásicos, el conocimiento de sí mismo para poder lograr el autodominio y así servir dignamente a los otros. Algunas veces las victoriosas jugadas del genio deportivo se tornan en habilidosos sistemas de violación de las leyes. Tácitamente, aquellas habilidades reciben el aplauso del público, un confundido público.