Hacer memoria en Medellín es recurrir a palabras amorfas y a lugares imprecisos que muchos desean no escuchar. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, se ocasionaron 220.000 muertes desde 1958 hasta 2012 a causa del conflicto; cifra difícil de rastrear debido a la complejidad y afluencia de actores armados. Por eso, más que pedazos de recuerdos y signos de ausencias, la memoria es un tejido, una red de historias latentes y siempre vivas.
“Como nadie habla de lo que pasó, nada ha pasado. Entonces bien, si nada ha pasado, pues sigamos viviendo como si nada”, advierte un habitante de Trujillo en el informe ¡Basta ya!
Muchas son las historias que se escriben, otras tantas que se comparten en los salones, unas pocas que la institucionalidad colecciona en sus registros y montones que deambulan cual secretos en los hogares. Hoy se reúnen cinco relatos que, sin conocerse, han sido entretejidos por una misma violencia bajo diferentes formas. Aquí los apelativos de guerrillas, agentes del Estado y narcotraficantes se desdibujan junto a los nombres de madres y testigos; para así expandirse no en un espacio único, sino en las distintas y siempre vivas habitaciones de la memoria.
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Carne de cañón
La mujer de ojos azules evoca el 16 de agosto de 2007, momento en el que la guerra tocó a sus puertas, hambrienta de carne de cañón para paliar el hambre. Sentada en un salón de paredes blancas, ella recuerda la noche en la que su segundo hijo salió a fumar, para regresar, 10 meses después y por el resentimiento de las bandas, como un nombre más entre los 105 de la chiva matinal, antecedidos por un solo titular: Cementerio Universal de Medellín.
“Hasta ese momento, cada llamada y golpe en la puerta me hacían pensar que era él”, se lamenta.
Entonces vivía en la Comuna 13, y las calles y vecinos eran sus mayores cómplices en noches ambientadas por los disparos de las milicias, antes ladroncitos de televisores, y en amaneceres de invasiones y atropellos del ejército, siempre acompañado por las AUC. Ella había logrado sostenerse, hasta ese día.
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En la Institución Educativa Altavista, la segunda con peor rendimiento académico en la ciudad, las jornadas acaban temprano y los maestros nunca se quedan, temerosos de Los Pájaros y Los Chivos, las bandas locales. Esto lo entendió Claudia Tapias desde su primer día en el colegio, cuando los niños la seguían con las cámaras de sus celulares para informar sobre su llegada.
Para ella, el día definitivo fue el 17 de julio de 2019, después de escribir la anotación necesaria para que uno de sus estudiantes de sexto fuera suspendido de clases. Desde entonces, resoplando y con las manos empuñadas, el niño la perseguía por la sala de profesores y, luego, hasta su carro. Una vez allí y nerviosa por el hostigamiento, Claudia le habló, pero él golpeó la lata del vehículo y gritó antes de irse: “Esto no se va a quedar así”.
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Según el informe Docencia Rural en Colombia del 2019, el 86,6% de los docentes amenazados y desplazados laboran en las zonas rurales; cifra diciente ya que tan solo el 34% del magisterio trabaja allí. No obstante, el desplazamiento forzado de maestros es una de las violencias más difíciles de rastrear ya que, hasta hace poco, se registraba como simples traslados.
De forma similar, el desplazamiento intraurbano también fue desconocido por años hasta que, en el marco de la Operación Orión, se visibilizaron cantidades de personas que se movilizaban de un barrio a otro a causa del conflicto. Según el Grupo de Memoria Histórica, desde 1980 hasta 2009, hubo 3.500 errantes de la ciudad. Entre ellos, una mujer de ojos azules.
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“Cuando uno es desplazado, lo pierde todo”, afirma la mujer, recordando su depresión cuando, al convertirse en líder social, sucedieron las amenazas.
Después de la Comuna 13, migró varias veces: primero, al nororiente de la ciudad, donde se le terminó de desintegrar la familia; luego, a un rancho en Antioquia, en el que fue acechada por un hombre obsesionado con ella, y, por último, a un corregimiento, con la ayuda de una fundación de la que no sabe el nombre.
Ahora, asomada al balconcito de su nueva casa, la mujer habla de conseguir trabajo y sacar del internado a su nieto, a quien había ingresado para protegerlo del reclutamiento de las bandas. Luce tranquila cuando suceden uno, dos, tres estallidos. Los ojos azules no se inmutan, desconcertados, pero sus vecinos, antiguos en el barrio, se apuran hacia los hogares. Entonces ella lo sabe: en la guerra no hay escondites.
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“Soy consciente de que mucho de lo que sucede en Altavista es real, pero, como ya hay un entorno de violencia, otro tanto se deja al imaginario”, suspira Claudia.
Son alrededor de las 2 de la tarde y, hace un par de horas, salió de su última reunión docente; los maestros, envalentonados, habían querido contactarse con la Secretaría de Educación por las amenazas, mas no sucedió. Durante el encuentro, se habló con las bandas y ellas rechazaron la autoría de los desplazamientos, advirtiendo que los responsables eran los mismos estudiantes.
“Aquí los chicos idealizan su poder e intentan arremedarlos”, explica la maestra y concluye: “Así que aprovechan el río revuelto para pescar; si quieren algo, ya saben qué hacer”.
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Para Manuel Mejía, secretario privado de la Alcaldía de Medellín, el dominio de las bandas, influidas por el narcotráfico, ocasiona la necesidad en la ciudad de construir una memoria propia para detener la descomposición moral. Por ello, dice él, nace Medellín abraza su historia¸ un programa municipal con enfoque en la época del narcotráfico que ha suscitado críticas por su falta de estructuración y sesgo de su mirada.
“La institucionalidad actual tiene un discurso muy pobre y vergonzante; cuando hace memoria, intenta borrar y tumbar de cero”, rechaza Guillermo Correa, trabajador social de la Universidad de Antioquia.
No obstante, Manuel Mejía explica que el programa contemplará en el futuro unos indicadores de gestión y mejor articulación, en manos del Museo Casa de la Memoria. Él concede: “Estoy de acuerdo con que debemos hablar de otras violencias, pero, siendo prácticos y realistas, se escapa de la estrategia porque tiene que haber unos límites para que haya un impacto”.
Hasta finales de marzo de 2013, el Registro Único de Víctimas reportó hasta 6.421 menores reclutados por grupos armados, siendo las Farc y las AUC los principales autores.
Desde los filos
Detrás de un tinto y un sapito a medio comer, Henry Soto busca y extiende su colección de documentos del 3 de septiembre de 1993, día en el que fue liberado por el frente Carlos Alirio Buitrago, del Eln, tras 20 días de secuestro.
El 16 de agosto del mismo año, Henry se encontraba viajando a Bogotá hasta que un grupo de hombres vestidos de negro lo detuvieron y capturaron. Pocos minutos pasaron entre su bajada del coche e internamiento en la montaña, ya que el secuestro, realizado en Río Claro, territorio paramilitar, y a 200 metros de una patrulla del ejército, motivó un agitado enfrentamiento. Sólo días después, explica él, se enteró de que sus captores eran menores de 17 años, que su captura había sido para liberar el costo de una operación y que esta, en medio del combate, dejó dos soldados muertos.
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La joven de piel lechosa cuenta su historia desde antes de su nacimiento, cuando su primo Ñoño encargó la muerte de su hermano a Pemba, el hombre gordo y de camisa de rayas que hacía el trabajo sucio para Los Triana, banda que controla la zona nororiental de Medellín. Desde entonces, y a causa de que el hermano de la joven escapó y que Ñoño murió drogado en un accidente, el matón estableció sus deudas pendientes con la familia.
En 2007, Santa Cruz, además de ser hogar de la joven y víctima de las vacunas y celadas de Los Triana, también era un centro de piques y concursos de belleza. Fue en uno de estos que, el 10 de octubre, Pemba, conocido por su obsesión con los menores, empezó a seguirla; ella tenía 7 años.
“Al salir del colegio, me pitaba en su carro, bajaba los vidrios polarizados y me sonreía; yo corría y me escondía… hasta que conseguí novio y, aunque él se puso agresivo, no se atrevió a más”.
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En la actualidad, las dinámicas del conflicto colombiano se han conservado a pesar de no ser las mismas. En este, según el informe ¡Basta Ya!, 8 de cada 10 muertos han sido civiles y casi un 50% de estos en la ciudad han sido jóvenes entre los 18 y 28 años. Ñoño, el primo de la joven, trabajó con Los Triana desde los 15 hasta los 20 años; al igual que los otros sicarios, ladrones y patos, quienes cuidan los barrios, su esperanza de vida fue menor de 30 años.
Así, Marta Villa, directora de Corporación Región, explica que en Medellín se concentran las más altas cifras de victimización urbana, ocasionándose el miedo a lo público y una excesiva demanda de seguridad que no se comprende por la renuencia de hablar en los hogares.
“En el colegio y en los textos educativos, uno aprende sobre el descubrimiento de América y las independencias, luego hay un salto y no volvemos a hablar de nada hasta que llegamos a la universidad”, plantea Sandra Grisales, maestra del área de Memoria de la Universidad de Antioquia. “Así les sucede a muchos de mis chicos: no tienen idea de lo que fue la violencia”.
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Los días de secuestro de Henry se pasaron entre largas caminatas por los filos de la montaña, con el riesgo de pisar una mina o ser atacado por el ejército si descendía; escondites en matorrales y hasta en una letrina, y llamadas cortantes con su esposa porque ella, asesorada por el Gaula, cedió poco a las negociaciones de la guerrilla.
Tras 10 días de regateo, se arregló la liberación en La Honda, vereda de San Francisco, con la entrega de 3 millones de pesos, es decir, 20 millones de pesos en la actualidad. La puja inicial había sido de 30 millones de pesos.
Y Henry concluye: “Además del miedo psicológico, me quedé con esa deuda por mucho tiempo, pero no soy rencoroso; entiendo a la guerrilla y a los pelados que me secuestraron”.
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Según cuenta la joven de piel lechosa, hasta 2018, Pemba había muerto tres veces, pero sólo la última fue la definitiva. Aunque el hombre había tenido talento para burlar su prisión domiciliaria, fue sobrepasado por sus enfermedades y así lo dieron a conocer sus amigos y mujeres, que organizaron el funeral.
Enarcando una ceja, la joven termina: “Al menos se murió, la última vez que lo vi me gritó que quería mover mis glúteos dentro de su miembro; nunca dejó de estar pendiente de mí y, ahora, cuando miro hacia atrás, sólo me siento desconectada”.
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Tal vez sea por el miedo de despertar dolor y tragedia, el afán de no repetir el pasado o la imposición de una mirada sesgada de buenos y malos, pero en Medellín el recuerdo silencioso hace eco; en la ciudad, nos condenamos a vivir de largo mientras fingimos hacer memoria y recreamos historias sin comprenderlas.
“Ahora, tenemos más oficialidad que memoria social; más que crear condiciones para que la sociedad construya su memoria, el Estado hace la propia”, advierte Marta Villa y finaliza: “Esta Administración ha tenido retrocesos, pero la gente no ha dejado de hacer su memoria”.
"Muerto no es el que se va, sino que el se olvida", confiesa una integrante de "Mujeres que caminan por la verdad" antes de dibujar sobre una maceta el nombre de su hijo asesinado hace doce años.
Ojos en la tormenta
Para Jorge García, la violencia apareció como un hongo negro extendiéndose; era el 4 de julio de 1989, había acabado la emisión de las 6 de la mañana en Todelar y se dirigía a desayunar cuando lo ensordeció una explosión. Entonces trotó hasta el nacimiento de humo y, antes de que este lo tragara, corrió a un teléfono público para informarle a la cadena radial que el gobernador de Antioquia, Antonio Roldán, había muerto.
“En el momento, uno se insensibiliza para no partirse en dos, pero todo tiene un costo”, reconoce el periodista y baja la voz: “Después de que a uno se le va la adrenalina de lo que está cubriendo, se empieza a sentir algo extraño, como si te persiguieran”.
Al inicio, en los periódicos, se publicaba una página por persona asesinada, luego, esta se dividió para dos, y para tres, y para cuatro… hasta que sólo quedaba una noticia chiquitica entre bloques de masacres. Medellín era una tormenta de guerra y, para muchos, el alcohol y las drogas fueron el refugio idóneo para sobrevivir.
El buque de guerra anclado
Oscuro y cuadrado, el Museo Casa de la Memoria luce como un buque de guerra anclado o un cajón con ventanas por las víctimas del conflicto. Motivado por la Ley de Víctimas, el museo responde sólo por una de las cinco formas de reparación establecidas en 2011: la memoria. La indemnización económica, restitución de tierras, rehabilitación y garantías de no repetición son responsabilidad de otras entidades que, según la legislación, deben asegurarse antes de su vigencia, en 2021.
Hoy en día, lo ambicioso de la ley queda claro: con más de ocho millones de víctimas en el país y una reglamentación estricta, que no distingue a todos los actores armados, la mayoría de los afectados corren el riesgo de no ser reconocidos. De este modo, Francesco Peroni, profesional del Museo Casa de la Memoria, afirma que más de un 90% de víctimas de uno de los carteles de Medellín no han sido reconocidas ya que nunca se ha considerado al narcotráfico como un actor dentro del conflicto armado, aun cuando es quien sostiene la guerra.