En el robo a Bogotá no se oyó la voz infaltable y severa de Robledo, nuestro Robespierre criollo, que nunca perdona una falta contra la moral pública en quienes perteneciendo al bando opuesto gobiernan al país.
Hablando del senador Robledo es evidente que él basa su éxito en la denuncia permanente e implacable de los desmanes e irregularidades en que incurre el gobierno de turno. El método resulta infalible para ganar renombre y credibilidad. Más que la formulación de propuestas y la confrontación de ideas. Pero cuando hay excesos y abusos, con daños irreparables a la honra ajena y que colindan en la paranoia en que caen los inquisidores de oficio. Que nunca faltan, y cuyo arquetipo fueron Savonarola y Torquemada en el Medioevo. Exteriormente intachables, puros y castos, pero corroídos por el prejuicio y la sevicia. Repudiados por su crueldad, a causa de la cual acabaron convertidos no en santos como lo pretendían, sino en monstruos. Y, qué coincidencia, “monstruo” fue la orgullosa etiqueta que aquí le colgaron a Laureano Gómez, quien, obsedido en sus debates por destapar escándalos, reales o ficticios, incurrió en bajezas tales como la de tumbar a Suárez, un presidente impoluto, todo por haberle empeñado al prendero de la esquina su próxima mensualidad o sueldo, para poder atender subsistencia de su señora madre, humilde y digna como ninguna, en Bogotá.
Volviendo a Europa, siglos después a los monjes mencionados los sucedió en su rol un personaje de la misma vocación, pero no creyente sino ateo confeso, Maximiliano Robespierre, miembro, durante la revolución francesa, de la Asamblea Nacional, y quien no perdonaba ningún desliz, ni aún a los jacobinos , compañeros de facción. Muchas cabezas, las más ilustres de la nueva Francia Ilustrada, rodaron bajo la guillotina que él, vigía autoproclamado de la Causa, administraba. Llamado “el incorruptible”, fue víctima de la fiebre que él mismo propagara, pues su cabeza, una de las últimas en caer, también corrió esa suerte.
Personajes tales, de todos los calibres, suelen aparecer en los grandes conflictos civiles, en tiempos de aguda polarización, en que se extreman la intransigencia y el fundamentalismo. A la larga son nefastos para la causa que defienden, pues ésta termina atrapada en un odio tan estéril como irracional. Son despiadados con los demás, hasta que les llega su turno de caer ellos mismos por cualquier minucia o pecadillo, de palabra u obra, que se les cobra como una falta mayor. Entre otras razones porque generalmente acaban enredados en el más deleznable de los maniqueísmos, el que siempre practican los que se sienten portadores de la virtud, mientras los demás encarnan el vicio, o la peste moral, para decirlo en su lenguaje.
Cómo no mencionar, a propósito, el ominoso y a la vez grotesco robo de Bogotá, cometido cuando los Moreno Díaz, a nombre del Polo, regían la capital. No se oyó a la sazón en el Parlamento, donde fungía como senador, ya vitalicio, la voz infaltable y severa de Robledo, nuestro Robespierre criollo, que nunca perdona una falta contra la moral pública en quienes perteneciendo al bando opuesto gobiernan al país. Todo el mundo vió los latrocinios que finalmente hundieron al alcalde y su círculo cercano, menos este personaje insomne, a cuya mirada nada se escapa.
Del duelo entre el ministro y el congresista se derivan las experiencias, glosas y reminiscencias arriba resumidas. La primera de las cuales es la de que hay que vigilar a los que mezclan, alternándolos a través de la puerta giratoria que sabemos, su desempeño como funcionarios de relieve con los negocios privados o la actividad profesional. Mas también hay que cuidarse de quienes, para ganar celebridad o conservar la que ya disfrutan, aplican en su censura a terceros lo que denominamos “tierra arrasada”. Insistimos pues: al doctor Robledo se le oye y respeta, como bien lo merece, mientras no caiga en el maniqueísmo, que desde los tiempos bíblicos es uno de los vicios más feos de la humanidad.