Carl Sagan, lo advirtió desde 1994: “Muchos de los peligros a los que nos enfrentamos de hecho surgen de la ciencia y la tecnología, pero sobre todo porque nos hemos vuelto poderosos sin ser proporcionalmente sabios”. La sabiduría pasa por la humildad: la pandemia nos está enseñando que debemos encontrar formas más saludables de relacionamiento, de alimentación, de producción, de planeación de las ciudades, de respeto por la vida y por el planeta.
Entre los grandes escritores que alguna vez leímos, al calor de la juventud y la influencia benéfica de una madre lectora, recordamos a los inolvidables de la República Checa, valga decir, a los clásicos Franz Kafka (con El proceso, a la cabeza de extraordinarias novelas y cuentos, como La metamorfosis), Jaroslav Hazek (conocido mundialmente por su novela El buen soldado), Milan Kundera (con La insoportable levedad del ser, a la cabeza de su producción), Max Brod (editor y albacea de Kafka, a quien debemos el no haber dejado perder la mayor parte su obra, al no acceder a su petición de quemar sus escritos luego de su muerte), y al gran poeta Rainer María Rilke (con su bella obra Cartas a un joven poeta, la muestra más leída de su gran trabajo epistolar, que desarrolló a lo largo de su vida, donde expone con claridad y belleza sin par sus opiniones sobre la creación artística, sus ideas sobre la vida, el amor, la soledad, la muerte y lo sobrenatural).
Al poeta Rilke, específicamente, debemos una frase rotunda, contundente, que, para quienes cultivamos la literatura infantil (para los psicólogos, supongo yo), y en general para los grandes creadores, es definitiva. Pretender agregarle algo, sobra y malea. Dice Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. La infancia es el pozo de donde proviene nuestra visión del mundo, nuestros valores, nuestras creencias. Allá volvemos en los momento definitivos, “para pedirle a Cristo Señor que me devuelva mi antigua alma de niño, madura de leyendas, con el gorro de plumas y el sable de madera”, como escribió el poeta Federico García Lorca, en su libro Balada de la placeta.
A esa infancia de aldea volvemos, cuando (en situaciones difíciles como esta, de confinamiento obligado y necesario) empezamos a evocar los valores del ayer: valores de solidaridad, amor, respeto, cuidado por el planeta; amor por la tierra, la fuente, el rio, el mar, la montaña; amor al campesino, al maestro, a nuestros profesionales, a los humildes, a la gente del común, a la empresa, a las instituciones y a Dios mismo. Hoy, viviendo en la aldea global, asistimos a una transgresión sistemática y necia de estos valores, donde la acumulación de riqueza, el egoísmo, el irrespeto, el enseñoreo de quienes ostentan cualquier manifestación mínima de poder, el irrespeto por la vida, el saqueo del planeta, el confinamiento a que venimos sometiendo a las especies animales y vegetales, al hombre mismo; la destrucción del medio ambiente y en general de nuestra casa (el Oikos, en la Grecia Antigua; la Pachamama, según nuestros ancestro), hacen que poco a poco nos mostremos indefensos y vulnerables, sin remedio alguno.
Los científicos estiman que en la vida silvestre existen cerca de un millón y medio de virus desconocidos, que podrían ocasionar una pandemia en cualquier momento, como la provocada ahora por el covid-19. El coronavirus sars-cov-2, causante de la actual pandemia, es parte de los tres coronavirus, de los siete conocidos, que han provocado terror en pleno siglo XXI. Algunos virus, dieron ya un ejemplo de cómo, en cuestión de semanas, la humanidad podría verse en jaque. Entre 1918 y 1919, el virus de la influenza (o gripe) mató a cerca de 100 millones de personas en todo el mundo; para entonces terminaba la Primera Guerra Mundial, que duró 5 años y mató a 10 millones de seres humanos. En las dos últimas décadas, la humanidad ha sufrido enfermedades infecciosas como el mal de las vacas locas (2000), el sars (2002), la gripe aviar (2004), la gripe A (2009), el Síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) de 2012, y el ébola en 2014.
Pero no hemos aprendido la lección. Carl Sagan, lo advirtió desde 1994: “Muchos de los peligros a los que nos enfrentamos de hecho surgen de la ciencia y la tecnología, pero sobre todo porque nos hemos vuelto poderosos sin ser proporcionalmente sabios”. La sabiduría pasa por la humildad: la pandemia nos está enseñando que debemos encontrar formas más saludables de relacionamiento, de alimentación, de producción, de planeación de las ciudades, de respeto por la vida y por el planeta. Nos está diciendo que tenemos un sistema educativo obsoleto (todavía signado por la concepción bancaria), donde el negocio de la presencialidad ha impedido el paso a la virtualidad, cerrando así oportunidades de educación a millones de personas segregadas en el mundo. Nos está diciendo que el teletrabajo (tan resistido por el Ministerio del Trabajo mismo) es una forma de descongestionar miles de ciudades y empresas, mejorando el tránsito, el medio ambiente y la productividad misma. La lección definitiva del coronavirus, dice que la vida es un don divino, y que la acumulación de riqueza desmedida, la pobreza, el desempleo y la miseria de millones de seres humanos, es inaceptable. La gran lección: el ultraje al planeta y a nuestros semejantes, es la peor necedad del ser humano.
Vuelvo a Rilke, vuelvo a mi infancia, vuelvo a mi aldea, sueño con un mundo fraternal, donde el coronavirus no tenga espacio para darnos enseñanzas.