Es valioso que la Corte haya tomado la decisión de, caso por caso, sentar jurisprudencia que permita a los jueces de tutela asumir la tarea de evaluar los abusos de la libertad de expresión, cada vez más frecuentes y dañinos.
Las realidades que las nuevas tecnologías crean van transformando nuestro mundo tan rápidamente que ni la ética ni las legislaciones logran ajustarse a su ritmo. Los recientes debates sobre plataformas como Uber y Rappi son un ejemplo de ello. También lo son, y con mayor complejidad, las formas como el internet y las redes sociales han cambiado el modo en que nos comunicamos y obtenemos información. En ese casi total proceso de democratización de la opinión y la información, los individuos han sobrepasado los límites que todo derecho tiene, aún el de la libertad de expresión, considerado uno de los pilares fundamentales de la libertad humana y la vida en democracia, y por cuya defensa la balanza siempre se ha inclinado a su favor.
Posiciones extremas como el racismo, la xenofobia, la homofobia, el terrorismo, entre muchas otras, se han vuelto comunes en las interacciones digitales, y ni que decir de los insultos, calumnias y falsedades (fake news), que se publican por millones detrás de identidades virtuales o abiertamente, pero bajo el amparo de una ausencia de regulación o control efectivo. La gravedad de estos abusos no sólo afecta a las personas directamente atacadas sino que se convierte en factor de la degradación colectiva del discurso público y promotor de acciones violatorias del orden jurídico establecido.
El pasado jueves 12 de septiembre, nuestra Corte Constitucional dio a conocer el sentido de una sentencia tomada por su sala plena en torno a cuatro tutelas, todas ellas interpuestas por supuestas violaciones a los derechos a la honra y el buen nombre a través de las redes sociales. El fallo, cuyo número y texto aún se desconoce y no se encuentra publicado en el sitio web de la Corte, parece ser el abrebocas del XIV Encuentro de la Jurisdicción Constitucional y el XXV Encuentro Anual de Presidentes y Magistrados de Tribunales, Cortes y Salas Constitucionales de América Latina, programado en Cartagena para los días 18 y 19 de septiembre, y en el que se estudiarán especialmente las relaciones entre jueces constitucionales, democracia y las nuevas tecnologías de la información.
En resumen, el fallo reitera la prelación de la libertad de expresión sobre los derechos a la honra y el buen nombre, pero señala que en casos excepcionales y sin que sea necesario acudir primero a la justicia ordinaria, los jueces de tutela podrán valorar si los mensajes publicados en las redes sociales generan un impacto negativo de tal magnitud que “se afecte gravemente la dignidad de una persona hasta el punto que la humille y le afecte el derecho a vivir de manera digna", según lo precisó la presidenta de la Corte Constitucional, magistrada Gloria Stella Ortiz. Para medir esa magnitud, el fallo enuncia indicadores como el contenido del mensaje, el medio en el que se hace público, el número de reproducciones, la reiteración de mensajes similares hacia el mismo destinatario y la posibilidad que haya tenido el atacado de defenderse. La subjetividad con que pueden interpretarse cada uno de estos criterios, requiere un análisis que esperamos poder hacer, una vez sea publicada la totalidad del fallo.
Mientras tanto, cabe hacerse las siguientes reflexiones: es valioso que la Corte haya tomado la decisión de, caso por caso, sentar jurisprudencia que permita a los jueces de tutela asumir la tarea de evaluar esta clase de abusos, cada vez más frecuentes y dañinos. Las estadísticas mundiales muestran a los delitos contra la integridad moral (injuria, calumnia y similares) como los de más rápido crecimiento y más altos índices de impunidad.
Así mismo, las plataformas como Facebook, Twitter, YouTube, y los medios de comunicación (a pesar de que nuestros magistrados -con salvamento de voto de dos de ellos- consideran que no estamos llamados a ser jueces y determinar qué es o no un insulto) debemos adoptar o revisar nuestros manuales de autorregulación, que finalmente conduzcan a que los comportamientos de las personas en las redes sociales sean como debe ser su comportamiento en el mundo real, un mundo eso sí, en el que se pueda hablar con absoluta franqueza pero de manera responsable.