Urge pues emprender desde el Estado, y el gobierno que lo rige, la marcha (ésa sí redentora) que nos lleve a establecer, o restablecer (como usted prefiera), el equilibrio y armonía entre las clases o estratos.
En medio del pasmo y desbarajuste creados por la presente revuelta, ya en vías de extinción según parece, se me antoja que la sociedad no ha podido entender cabalmente lo acontecido, de qué es producto y qué lo ocasionó. Cuáles fueron sus motivos y, en últimas, qué generó tamaño desorden, que parece languidecer pero no termina, para infortunio de todos. Con el correr de los días el incendio se va apagando, es cierto, mas no olvidemos que los factores que lo alimentan no son nuevos, de reciente aparición, sino que ya conforman una endemia, que viene de muy atrás, en parte parecida al revolcón que se da en Chile. Pues en ciertos y determinados países tercermundistas adictos a la democracia, por mucho que haya mejorado la calidad de vida y se haya afirmado el goce de los derechos sociales, mientras la desigualdad inocultable entre los asociados se acentúe con el tiempo, de generación en generación, la ofensa y humillación que subyacen en el alma colectiva (más propiamente hablando, en el alma de las mayorías, que son la clase media y aquella gran masa que tiene debajo, de donde ella precisamente proviene) crecerán hasta un punto en que exploten. Y ahí sobreviene el caos que todo lo trastorna, tanto que llega a paralizar la voluntad del Estado, su capacidad de reaccionar. Dicho en otros términos: por alta y variada que sea la retribución que recibe por su trabajo, y las comodidades que disfruta el ciudadano corriente, lo que no deja de enervarlo y acaba sublevándolo es la inevitable comparación cotidiana con su prójimo. El contraste duele cuando siente que sus merecimientos y el aporte que, calculado en tiempo y esfuerzo laboral, cada cual hace a la sociedad, es el mismo en uno y otro. Mejor dicho, más que la pobreza (que también podría no haberla, en estricto sentido), lo que duele es la diferencia ostensible en que se manifiesta la desigualdad nuclear y permanente.
La crisis que hoy nos agobia viene larvada de atrás. Son varias décadas de acumulación. Recién iniciada la década del noventa el Liberalismo en el poder cortó de un tajo con Keynes, inspirador del “intervencionismo” y de su obra magna, el “Estado de bienestar” que todas las sociedades libres y civilizadas del orbe abrazaron. Se archivó la Cepal, o cepalismo de Raúl Prebisch que Carlos Lleras Restrepo (el último gran reformador de Colombia después de López Pumarejo) trajo al país. Lleras emprendió, y adelantó en parte, una reforma agraria democrática, la única que se ha intentado aquí. Amén de otras enmiendas constitucionales de gran calado, que para entonces nos modernizaron en alto grado.
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Todo ello, sin embargo, lo interrumpió el llamado “revolcón” de Gaviria, y a partir de ahí fue gestándose y agravándose, por acumulación, repito, la turbulencia que nos agobia y de la cual los disturbios de ahora no son más que la primera manifestación, entre otras peores por lo virulentas y consecutivas que nos esperan para el año venidero y acaso los que le sigan, si no enfrentamos a tiempo, con audacia y energía, el mal que nos carcome y amenaza. Urge pues emprender desde el Estado, y el gobierno que lo rige, la marcha (ésa sí redentora) que nos lleve a establecer, o restablecer (como usted prefiera), el equilibrio y armonía entre las clases o estratos, las regiones y las etnias. Y entre los poderes públicos. Y reordenar el gasto gravando proporcional y progresivamente a los más pudientes, y repartiendo el recaudo basados en la equidad, principio superior, requisito insoslayable de toda sociedad que quiera vivir y perdurar sin traumas ni cataclismos que la lleven a convertirse en una nueva Venezuela.