La política que ahora vivimos está plagada de dicho maniqueísmo, que viene propagándose por el mundo desde hace siglos
Lo que nos enseñaban de niños bajo el rótulo de “historia sagrada”, un compendio de leyendas, milagros y hazañas inverosímiles, inspiradas en el mito y dirigidas a destacar las virtudes y exaltar el heroísmo de personajes que son emblemáticos como guerreros o como sabios. A tiempo que reseñaban los vicios y falencias de los réprobos e infieles del momento.
Todo ello, que abarca la denominada Antigüedad, era el anticipo de las promesas que la verdadera historia, vivida después por milenios enteros y que llamamos así, la Antigüedad, con mayúscula. Luego vendrían las largas etapas que la siguieron: el medioevo, la edad moderna, y la contemporaneidad. Diríase entonces que las narraciones bíblicas, o bien las que luego atribuyen a la imaginación de Homero, Virgilio y demás poetas y fabuladores, fueron un retrato adelantado de lo que vendría luego, verbigracia las gestas de Alejandro, Carlomagno, Napoleón y otros. ¿Fueron o pretendieron ser una repetición de lo sagrado o lo mitológico? El hecho es que los protagonistas harto se parecen por sus elevadas miras y sus sueños. O por su megalomanía, para llamar de algún modo sus delirios de grandeza, el afán de inmortalidad que guiaba sus pasos.
Salvo en lo tocante a los milagros (que suelen ser producto de la fantasía, mezclada a la fe religiosa tanto como a la necesidad de envolver en bruma y misterio ciertos eventos relevantes, como la concepción de Jesús, hijo de Dios, sin que María perdiera su virginidad) esta nueva era, la de ahora, que ya suma milenios, con protagonistas de carne y hueso, reconocidos por sus congéneres y contemporáneos, en algo se parece a la ya citada y catalogada como “historia sagrada”, con sus hitos forjadores, las mismas conquistas territoriales, éxodos y guerras y el mismo afán de expansión y dominación.
El rasgo que los une a todos, o mejor, la lacra que más comparten es el llamado maniqueísmo, y su par, el fariseísmo. El primero ya es proverbial: la mirada sesgada, que siempre distingue el mal en los demás, pero jamás en sí propio. O si acaso lo vislumbramos en nosotros, no lo confesamos o declaramos con la misma vehemencia con que se le endilga al prójimo.
La política que ahora vivimos está plagada de dicho maniqueísmo, que viene propagándose por el mundo desde hace siglos. En el caso de Colombia, para que no vayamos muy lejos, es patético el espectáculo, más aún que en el resto de América Latina, región con la que estamos hermanados en la misma raíz étnica, cultural y religiosa, pues en todo somos herederos de los españoles, sin excluir las muy pintorescas características de su personalidad, sus atributos y sus taras, que por lo demás toda raza o pueblo porta y trasmite. Ya que recaímos en Colombia, su indisimulado maniqueísmo, cuyos orígenes, como lo hemos visto, se confunden con los de la humanidad, y con el fariseísmo que suele acompañarlo, la próxima vez nos ocuparemos en señalar algunas de sus manifestaciones más autóctonas, visibles y socorridas.