La utilización excesiva de la mentira como arma política desdice de la calidad ética de sus promotores y nos dejan a los ciudadanos, sus receptores, en el papel de idiotas útiles, simples borregos. Degradante.
El aprovechamiento politiquero del atentado terrorista del pasado fin de semana en un centro comercial de Bogotá, asquea. La extrema derecha en cabeza de adeptos al Centro Democrático aprovechó la oportunidad para reiterar su enfermiza animadversión contra Santos y el proceso de paz, y desde la extrema izquierda algunos alfiles de Gustavo Petro, entre ellos su hijo, se montan en la tragedia para encarnizarse contra la alcaldía de Peñaloza. El aprovechamiento oportunista del dolor humano no tiene talanquera en boca de políticos con el corazón corrompido por el odio.
Simultáneamente, el expresidente Uribe fue auto víctima de su inquina contra el gobierno nacional al intentar pasar como verdadero un mensaje empresarial por un chat a todas luces burdo. El mensaje fue retirado de las redes por su autor, horas después de que los lectores descubrieran el entramado falso. La utilización excesiva de la mentira como arma política desdice de la calidad ética de sus promotores y nos dejan a los ciudadanos, sus receptores, en el papel de idiotas útiles, simples borregos. Degradante.
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El camino empedrado de la búsqueda de la paz está lleno de ese tipo de mensajes distractores, que solo intentan minimizar lo significativo o magnificar lo insignificante. Lo vemos esta semana decisiva para el proceso pacificador con ocasión de la entrega de armas por parte de las Farc, el hecho más esperado por los colombianos luego de 60 años de inclemente violencia con los saldos conocidos de víctimas: más de la quinta parte de la población colombiana, y el récord de soportar el conflicto armado más longevo del planeta. Ninguna otra noticia tiene más trascendencia que esta. Pero para muchas personas ello es marginal. Que la verificación no funciona, que las armas no son las que son, que no es creíble tanta belleza, que lo uno y que lo otro. Para ellas, el vaso siempre estará semivacío.
El papel de la ONU es crucial para la suerte del proceso. Somos afortunados en Colombia al contar con su concurso, por su experiencia e idoneidad. Ello garantiza que el ejercicio de la entrega de armas, a pesar del bajo perfil asignado a tal trámite en el texto de los acuerdos suscritos, sea riguroso y técnico, como no ha ocurrido en ningún otro procedimiento similar en el mundo y menos en Colombia. Ni con los grupos armados desmovilizados en las décadas del 80 y los 90 y menos con las AUC en los primeros años del 2000, hubo la verificación previa de la identidad de los desarmados, ni la firma de actas individuales asumiendo el compromiso de no volver al rearme y la constatación de las características de las armas entregadas. La calidad del armamento vuelto inofensivo ahora, no es comparable con el que presenciamos por parte de los paramilitares. La cantidad tampoco. Mientras con los paras observamos armas hechizas y obsoletas, correspondientes a la mitad del número de desmovilizados, las fotos del armamento fariano sorprenden por su modernidad y capacidad mortífera, y por sus cifras: un guerrillero, un arma, sin contabilizar lo que habrá de encontrar las Naciones Unidas en las casi mil caletas cuyas coordenadas están en su poder.
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Creo que las detestadas Farc, con razón por sus incontables tropelías, le están cumpliendo al país. Asumen grandes riesgos con tal de dejar de ser una organización armada para convertirse en política, merced a la incompetencia del Estado y a la incomprensión de lo acordado o su no valoración por buena parte de la sociedad. Las discrepancias son lógicas e inevitables, bienvenidas. Pueden ser enriquecedoras. Pero cuando los argumentos se embadurnan de mentiras, menospreciando la capacidad de sindéresis de las personas, esas discrepancias cumplen el papel de vacas muertas en el anhelado camino hacia la paz.