P’al baile

Autor: Memo Ánjel
13 enero de 2020 - 12:08 AM

“Estás más bella que Cleopatra- dijo alguien, cuando Alcira pasó por medio del local. Unos que estaban bailando el bolero le dieron paso.”

Medellín

Y por último se colocó los zapatos blancos, livianos, finos. Se puso de pie, ensayó unos pasos y acabó mirándose al espejo, mostrándose los dientes y acariciándose el bigote bien recortado. Aprende a bailar el ritmo del chipi-chipi, cantó. Miró por la ventana. La tarde caía y se la veía de un descompuesto rojo y naranja, como de jugo de papaya; los almendros daban sombra contra las paredes y la acera, y en la puerta de una casa vecina (igual a la suya, de dos pisos y muchas ventanas grandes y chicas) una muchacha se peinaba el cabello largo. Se veía igual a la del aviso de tricófero de Barry que había en la farmacia. Tenía la cabeza inclinada y lucía un vestido barato de flores, uno de esos caseros. Los pies los tenía en unas chanclas de plástico y se le veían las uñas, rojas, un poco despintadas. El hombre de los zapatos blancos le lanzó un beso y ella no se dio cuenta. Tampoco la mujer del hombre, Alcira, que jugaba cartas con el gato en la cocina. El animal la miraba barajar sobre la mesa, se relamía los bigotes y pasaba una pata por encima de sus ojos. Olía a ajo y una olla echaba humo. Hacía calor.

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El hombre, llamado Lisandro, bajó las escaleras poniéndose su sombrero panamá, mostró la cara en la cocina y salió de la casa. La mujer le gritó: ¿Y para dónde vas?

-A tirar paso, belleza-, indicando con un dedo que encogió y estiró, que ella ya sabía dónde encontrarlo. Caminaba con estilo. Alcira lo miró salir y se inclinó un poco sobre la mesa para mirar por la ventana de la cocina. Parte de la calle se veía desde ahí: lo vio saludar a la muchacha que se peinaba y mostrarle los zapatos. Y algo le dijo Lisandro porque esta sonrió y lo miró con picardía, mordiéndose el labio inferior, carnoso. Alcira se encogió de hombros y siguió tirándole cartas al gato. La mujer que le ayudaba en la casa, una negra grande y gorda, entró en la cocina y fue hasta la olla que echaba humo. La destapó y sonó como un suspiro. El calor aumentó.

-¿Y la doña no se prepara para ir al baile?- Se enteraba de todo. La mujer sacó la olla del fogón y la puso en el poyo, al lado de dos botellas con aceite. El gato se movió.

-Ahora me baño y me peinas. Estas cartas no me quieren decir nada.

-Es mejor que se bañe ya, antes de que el agua llegue sucia.

-Siempre viene sucia. Aquí no hay alcantarillado sino cloaca- dijo Alcira y tomó las cartas, haciendo un mazo. El gato saltó de la mesa y fue hasta la puerta que de la cocina daba al solar. Movió las orejas. -Si las cartas no dicen nada, ¿qué quiere decir?

-Que ya están cansadas de hablar. Se cansan cuando siempre dicen lo mismo y al fin no hablan– soltó la negra. Organizaba los trastos y sus nalgas se movían como dos almohadones que alguien empujara de un lado al otro.

-Así será, me voy a bañar-. Alcira se levantó del taburete donde había estado sentada mientras leía las cartas, dejando sobre la superficie una especie de foso redondo. Dos horas tirando y barajando, y nada. Se asomó al solar y buscó el gato con la mirada. Lo vio saltando en forma de o. –Es un gato loco. Ponle algo de comida-. Y murmuró para sí: y yo estoy loca con Lisandro. ¿A quién se le ocurre vivir con un hombre que no preña? Miró al par de pericos que tenía en una jaula. Se acercó a ellos y les dijo: ¡maricones!

Alcira Pardo llevaba trece años de casada, tenía 35 años y ya se le había olvidado la enfermería. En ese tiempo de casada solo se había dedicado a atender el almacén de su marido (también tuyo, como le dijo él), donde vendían botones y cintas amplias y estrechas, dedales, agujas y telas brillantes, de la India, decía en un anuncio. También sombreros panamá, los más caros y por eso finos, decía en otro aviso más chiquito. Por los días de las fiestas de la Virgen, el surtido aumentaba con cachirulas, collares y pulseras, todas con la bendición del Papa, aseguraba Lisandro. Eso decía en todas las fiestas religiosas, echándose la bendición frente a los clientes. Unas mujeres le hacían ojos, otras se tapaban la boca sonriendo. No faltó la que se echara la bendición con él.

-Dile también que nos bendiga con hijos- le dijo Alcira, cinco años después del matrimonio, viendo pasar la procesión de la Virgen del Carmen. A ella le rezaba como un alma del purgatorio.

-Cuando estemos en Roma.

-¿Y cuándo vamos a Roma?- Lisandro la tomó de la barbilla, le hizo bajar los codos hasta el mostrador y le dijo: Reza despacio, Dios nos hará el milagro. Y cuidado pones velas cerca a la pared, que se nos quema la casa. Y sonrió. Olía a lavanda y el bigote se lo había pulido con tijeras. Estaba recto. Salió del caso silbando Mompoxina, la canción que había puesto de moda Nelson Pinedo con la Sonora Matancera. Alcira la había bailado con Lisandro unos días antes, en el Patio del amor, la discoteca de Argemiro Sánchez, y estuvo enamorada como nunca. Esa noche del baile pudo tener hasta diez hijos, pero nada: fue como echar agua en una olla perforada para regar matas de plástico, que también vendían en el almacén cuando las traía el dueño de la discoteca, que era importador, eso decía, inflándose. Pero se sabía que esas matas las traía de Medellín, cuando visitaba la familia.

Después de salir de la casa y decirle algo a la muchacha del pelo largo, Lisandro pasó por el almacén de los turcos Abdala para decirles que debían cerrar, que estaban en fiestas. El mayor de los Abdala le mostró el dedo del medio. Lisandro le guiñó un ojo. Luego entró al hotel La Rosa púrpura y preguntó por Celina Cervantes, la dueña. La mujer apareció en la recepción y él le dio un beso en la mejilla. Estaba ya vieja, pero en uso permanente de lo que Dios le había dado, eso decía ella. Y sí, seguía bien.

-¿Cómo te parecen mis zapatos?- le preguntó Lisandro dando unos pasitos cortos sobre una baldosa.

-Como para bailar Cosita linda- dijo la mujer, mostrándole también un anillo con una piedra verde engarzada en unas hojas de plata. –Me lo vendió Argemiro.

-Debe ser falso-, dijo riendo Lisandro. Dio un par de pasos largos y un sinfín cortos. De la radio salía un porro.

-No le pagué con dinero, es un vicioso.

-Se va a morir del corazón, ¿me entiendes?, demasiada grasa- soltó Lisandro y comenzó a cantar Mi barquito marinero, tomando a Celina por la cintura y dándole una vuelta. Mostró de nuevo sus zapatos y se despidió. Comenzaba a caer la noche y las bombillas del alumbrado se estaban encendiendo. A la cabeza se le vino Alumbra luna, alumbra luna. Dio tres pasos finos, dos adelante y uno atrás, cuidándose de no darse con algo sucio. Su traje de lino estaba un poco arrugado, pero le seguía luciendo la flor roja que tomó de una maceta del hotel de Celina. La corbata no le lucía, era negra y de entierro, pero la verde la había dejado en un juego de cartas y no había pagado el rescate. Encogió la boca y el bigote, como si buscara un beso. Todavía no bajaba el calor.

-Vas lindo, pimpollo-, le dijeron dos mujeres desde un balcón. Las conocía. Se quitó el sombrero panamá y las saludó. De algún lado salía un canto a Babalú.  

Y mientras su marido estaba de un lado al otro mostrando sus zapatos y poniéndose al tanto de lo que pasaba, Alcira tomó el baño, después se miró al espejo y no se vio mal. El farmaceuta le había dicho que la deseaba, tocándole las caderas mientras le mostraba unas pomadas para la cara. Pero ese hombre no valía la pena: gordo, calvo, con gafas, pequeño como un pato, los zapatos torcidos. Eso que se dijo Alcira frente al espejo la hizo sonreír y toser. Se puso la ropa interior, acarició por un momento sus muslos firmes y su vientre, buscó unos zapatos rojos y una falda de flores grandes que Lisandro le había regalado sin motivo. Porque tú me enloqueces, hermosa, eso le dijo. ¿Qué le diría ahora? Y Alcira llamó a la mujer que le ayudaba para que la peinara. Mientras la esperaba se puso un rojo fuerte en los labios. La negra entró en la habitación, la seguía el gato.

-¿Qué camisa me pongo?-. La mujer negra recogió la toalla que estaba en el suelo.

-La blanca de cuello abierto. Y se pone el dije que le di-. Era un pequeño caracol de color verdoso. La mujer colocó la toalla sobre un taburete y comenzó a peinarla mientras Alcira se ponía unos aretes de perla. Cuando ya estuvo peinada, se aplicó perfume detrás de las orejas y en el cuello. Volvió a mirarse al espejo, colocándose el dije.

-¿Qué tal?

-Como una reina de película-. El gato la miró con curiosidad y la mujer negra se llevó las manos al pecho. –Hermosa, muy hermosa, niña. 

Cuando Alcira llegó al Patio del amor, ya Lisandro había bailado con otras mujeres y tenía sobre la mesa media botella de ron. Estaba sentado con la pierna derecha sobre el muslo izquierdo, para que le vieran los zapatos. Se había levantado un poco el sombrero y sonreía. Levantó una mano para que lo viera Alcira. Al fondo, una pequeña orquesta tocaba un bolero en medio de una penumbra amarillenta. Los ventiladores atacaban el calor del lugar.

-Estás más bella que Cleopatra- dijo alguien, cuando Alcira pasó por medio del local. Unos que estaban bailando el bolero le dieron paso.

-Hubiera venido contigo, para lucirte- dijo Lisandro cuando ella se sentó a su lado, mirándola por todos lados.

-Pero saliste solo, para mostrar los zapatos y decir mentiras. ¿Qué le dijiste a la muchacha esa que se estaba peinando?- Las luces le abrillantaron las líneas a la mujer. Le brillaron los zapatos rojos.

-Le dije que tú eras la más bella, cariño-, dijo Lisandro y se sirvió un ron. Le ofreció otro a Alcira y ella dijo que no.

-Mentiroso. ¿Sabes qué pasa? Que dejas lo que serían nuestros hijos por la calle y por eso no tenemos- Alcira quiso sonreír y no pudo. Los labios se le vieron más rojos.

-¿Pero qué te pasa?- preguntó Lisandro y soltó un tufo a ron. Cambió de pierna y se quitó una mugre imaginaria del zapato izquierdo. -Si estás mal, no hubieras venido-. El hombre le guiño un ojo.

-Estoy bien, solo quiero saber si tienes algo con esa muchacha-. Alcira se pasó las manos por los muslos. El dije que tenía en el cuello parecía un lunar. La orquesta comenzó a tocar un merengue. La clientela del local comenzó a moverse.

-Ven, bailemos, y te digo- soltó Lisandro, tomando a su mujer por el brazo. Ella se dejó llevar a la pista y empezó a bailar con él, apretándolo por la cintura. El hizo lo mismo, le recortó el paso y la entrepiernó. Ya estaban pegados de la nuca a los pies.

-Estás bailando como no se debe- le dijo Alcira.

-¿Y cómo es que se debe? Aquí todos saben que tú eres mi mujer.

-No me has respondido lo de la muchacha.

-¿No sientes que me tienes loco?- Murmuró Lisandro. Le gustaba el olor del pelo de Alcira.      

-Aquí la única muchacha eres tú, mi vida-. Los abanicos del techo apagaron un pedazo de la frase. Sonaba el clarinete, los bailarines hacían figuras. Lisandro sobó una de las nalgas de su mujer.

-¿Pero qué me haces?- dijo Alcira tratando de zafarse.

- Lo que no hago a nadie sino a ti, mi amor- murmuró Lisandro soltándola un poco. El hombre que bailaba a su lado dio un mal paso y casi se les viene encima. La pareja abrió los ojos. Se oyó un solo de timbales en medio del calor flotante.

Esa noche la bailaron toda, hasta que ya no estaban sino ellos dos. Alcira luciéndose en los pasos. La aplaudieron.

-Mira si no eres mi mujer, lindura- decía alegre Lisandro, sin sentir los zapatos, como si bailara en medias. Cuando todo se acabó y la clientela comenzó a salir, el Argemiro Sánchez se le acercó a Lisandro y le dijo: voy a traer limas y material para el arreglo de uñas.

-Le compramos dos juegos primero. Y si se venden, le pedimos más- dijo Alcira. Se había repintado los labios y se parecía a Rita Hayworth, con el pelo suelto. Le brillaban los ojos. El cielo estaba estrellado.

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Al levantarse, Lisandro miró a su mujer dormida. Sobre la almohada había un poco de rojo labial y a un lado de la cama la falda de Alcira, arrugada. Un pie que la mujer sacaba de la sábana, mostraba un zapato rojo. El hombre sonrió. Le dolía un poco la cabeza y la cintura, todavía oía la música y tenía la boca seca. Se puso de pie sin hacer ruido, tomó los zapatos blancos y bajó a la cocina. Allí se los puso. Se veía raro desnudo y de zapatos. Se preparó un café y miró por la ventana varias veces. Cuando al fin vio a la muchacha que se peinaba, que salió a barrer la acera, le lanzó un beso. Suspiró, echó los brazos hacia atrás hasta que le traquearon los omoplatos y, en esas, se dio cuenta que le colgaba un dije del cuello.

- ¡Coño, ahora resulta que me están rezando!- dijo. Por entre las piernas le pasó el gato. Afuera cantaban los pericos y el sol entraba en la cocina igual de tranquilo que la mujer que les ayudaba, sin pedir permiso.

 

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