Impunidad y corrupción a borbotones, de la vieja élite en el Estado y de la nueva, que llega de los campos de coca y de las zonas veredales
El país, lo he sostenido repetidamente, va en caída libre. Se consolida, a nombre de la paz, la reconciliación y el perdón, la entrega de nuestra nación a los criminales de la guerrilla y la renuncia a su castigo; la burla a las víctimas; la realidad inocultable de que somos una narconación; la demolición continua de las instituciones democráticas, que terminará por entregar el sistema electoral a las narcoguerrillas; el peligro inminente de convertirnos en la corrupta Venezuela; la bendición papal a semejantes atrocidades, que ha sido expresada, hasta ahora, moduladamente, pero hará metástasis en la visita de septiembre, cuando se maximice el engaño, envuelto en palabras altisonantes y bellas, que quieren hacer pasar, no la paz verdadera con base en la justicia, sino el remedo de paz que significa el sometimiento a la voluntad de un puñado de delincuentes responsables de crímenes contra la humanidad y que ni siquiera aliviará la presión de los violentos contra nuestra sociedad.
Y como la otra cara de la misma moneda, la corrupción rampante, que logró comprar el triunfo de la reelección de Santos, como lo prueban Odebrecht y el Ñoño; torcer la voluntad popular en el parlamento; convertir en una mafia, ahíta de prebendas y coimas, a los amigos de Santos, como Prieto y las ministras, y a aquellos que desde los máximos tribunales avalan la entrega del país a Santos y las Farc, pagándoles a éstos, el favor de ponerlos en esos cargos, mientras reciben dineros para convertir la justicia en una prostituta que cobra por los fallos, y ponen a sus familiares en ministerios, embajadas, organismos de control, o, los llenan de contratos ilícitos, todo con el único fin de llenar sus bolsillos.
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Impunidad y corrupción a borbotones, de la vieja élite en el Estado y de la nueva, que llega de los campos de coca y de las zonas veredales. Unos y otros se reparten Colombia en medio de bendiciones y a nombre de la moral del perdón, con un discurso que hace mella en muchos ingenuos. Pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones y de buenos deseos, que en el fondo muestran debilidad, aceptación del mal y temor, que desembocarán en el colapso de sus mundos, de sus creencias y concepciones morales, de sus zonas de confort. Los ingenuos terminarán siendo vejados por sus creencias religiosas y políticas, despojados de sus bienes y carentes de libertad y dignidad. Como me lo hizo notar Jorge Hernán Abad, Nietzsche lo expresó muy bien en Más allá del bien y del mal:
“Hay un punto en la historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica, a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, -la verdad es que la idea del ‘castigo’ y del ‘deber castigar’ les causa daño, les produce miedo. ‘¿No basta con volver no-peligroso al criminal? ¿Para qué castigarlo además? ¡El castigar es cosa terrible!’ -la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación. Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría a sí misma necesaria!”
Afortunadamente, de alguna manera, la mayoría de los colombianos hemos logrado resistir semejante andanada y tenemos la oportunidad de superarla en el 2018. Para ello, hay que ganar las elecciones y modificar el acuerdo Farc – Santos, en aquello que atente contra la democracia y viole nuestras instituciones, recuperando la justicia, de manera que sea generosa pero efectiva, castigando a los criminales de lesa humanidad y a los narcotraficantes, enterrando el narcotráfico y la narcoeconomía, y dando una salida a las penurias de nuestro pueblo y las necesidades apremiantes de la economía.
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En una época de crisis, como pocas, en la que se juega nuestro destino como nación y como pueblo libre, el liderazgo es de suma importancia. Una organización política fuerte con un mando unificado en la cabeza de un jefe. Se requiere de alguien que concite el respeto y la credibilidad de los colombianos; que sea capaz, por la persuasión y la fuerza de sus actos, de proponer un programa, que luego de escuchar a la gente, unifique a los connacionales de todas las corrientes y de todas las ideologías para salvar el país.
El Centro Democrático ha hecho un ejercicio para que cinco dirigentes, en calidad de precandidatos, prueben en los foros y en las plazas públicas sus tesis y escuchen a los colombianos, para que aprendan de ellos y reconozcan sus necesidades. El resultado es excelente, hay consenso en los puntos centrales del programa y cualquiera de ellos sería un gran presidente. Ahora hay que escoger a uno. Yo me acojo a la sabiduría popular: para evitar desgastes innecesarios y el surgimiento de rivalidades que pueden llegar a ser perjudiciales, yo voto por el que diga Uribe: él los conoce, él les ha hecho seguimiento, y es el único al que todos le aceptarían, sin causar traumatismos, su decisión.
Y después, ya en el campo de las alianzas con otros partidos y grupos para llegar al poder, yo vuelvo a votar por el que diga Uribe, porque sin su apoyo, nadie de la oposición podría llegar al poder, y con su apoyo, ganaría. Una crisis, una estrategia, un líder. Esa es la fórmula del triunfo. No es un asunto de fanatismo, sino de cálculo político.