Escuelas y colegios se convierten en centros de indoctrinación de los niños y jóvenes en el odio al estado democrático de derecho y el amor por las ideas socialistas.
Quiero hacer una reflexión sobre el sentido de la educación pública con el ánimo de contribuir al necesario debate, tan necesario hoy, sobre su función social. Me anima el hecho de que Fecode haya convocado un nuevo paro nacional a raíz de las amenazas que algunos de sus directivos y maestros han sufrido en algunas regiones del país.
Lo primero que hay que decir es que las amenazas contra la vida y la integridad de los maestros (y de cualquier colombiano) son totalmente repudiables. No puede ser que en el país las contradicciones sociales y políticas se quieran resolver por medio del uso de la fuerza y el terror. Esa costumbre atroz debe ser rechazada y superada en el país, provenga de donde proviniere: de la extrema derecha, en el caso de los maestros, o de la extrema izquierda, como la que ejerce en estos días el Eln, paradójicamente, a nombre de la paz; o, la que nos han hecho sentir grupos de vándalos desde el 21 de noviembre del año pasado y que esta semana volvió a tomarse las calles de Bogotá y Medellín por parte de encapuchados que se atrincheran en universidades públicas.
Ahora bien, el derecho a la protesta está garantizado por la Constitución. Y no se trata de palabras vacías, como ha quedado claro por parte de las autoridades, durante el gobierno de Duque, que ha demostrado hasta la sociedad que lo respeta y protege, a pesar del uso y el abuso de los vándalos contra los ciudadanos y los bienes privados y del Estado.
Pero eso no quiere decir que este, o los ciudadanos, tienen que compartir las demandas, aspiraciones o las prácticas de los protestantes, que como ocurre en esta seguidilla de paros, no tienen por propósito mejorar la calidad de vida de los colombianos, sino destruir el sistema democrático liberal colombiano, al que el gobierno y demás poderes públicos tienen la obligación de defender.
Este, precisamente, es el caso de algunos de los directivos e integrantes del sindicato Fecode, con un agravante: la expresa declaración, llevada a la práctica hasta el infinito, de que la mente de los niños es su coto privado de caza. Sus altos burócratas sindicales han dicho en repetidas ocasiones, a todos los que lo quieran oír, que las escuelas y colegios en los que trabajan (en los momentos en que no están en paro, y cuando lo están, porque parar también es educar, según su consigna) son trincheras contra el sistema. Escuelas y colegios se convierten en centros de indoctrinación de los niños y jóvenes en el odio al estado democrático de derecho y el amor por las ideas socialistas. Esta estrategia de corte marxista-leninista y últimamente, madurista, funciona desde hace décadas cuando los grupos de izquierda radical se tomaron el sindicato.
Esto es inaceptable. Cada cual, incluidos los maestros, tiene derecho a profesar la ideología que desee, en un ordenamiento como el nuestro. Pero las instituciones públicas de educación no pueden ser confesionales porque son financiadas con los dineros de todos, de todas las creencias y posiciones ideológicas y políticas, y porque el Estado tiene la obligación de garantizar que en los espacios públicos se ventilen críticamente todas las escuelas de pensamiento, porque esta es una sociedad plural. Convertir el marxismo-leninismo en verdad social indiscutible es un acto de fanatismo religioso, es atentar contra la libertad de pensamiento y de opinión, es impedir que los niños accedan libremente a la historia y a la política. También es un abuso de marca mayor porque los niños son maleables y fácilmente manipulables y terminan convirtiéndose, muchos de ellos, en fuerza de choque contra el sistema que la gran mayoría de los colombianos apoya. La actitud de estos dirigentes y maestros es, citando a Mao -que era especialista en afirmar como ciertas cosas que detestaba profundamente y jamás practicaba- como mirar el cielo desde el fondo del pozo y creer que aquel tiene la dimensión de este.
Repito. Es una educación confesional la que practican estos maestros. Es, además, la manera más expedita para privatizar la educación pública, poniéndola al servicio de sus intereses particulares. Es inaceptable, y los colombianos y el estado deben construir y llevar a cabo estrategias para recuperarla.