Más allá de los calificativos que se puedan dictar frente a estos hechos, el suicidio nos está convocando a una mirada profunda, debemos hacer una hermenéutica distinta de nuestra existencia para poder llegar al punto neurálgico del asunto: volver a poner en el centro la pregunta por el sentido de la vida.
Los últimos hechos de suicidio ocurridos en la ciudad de Medellín, siete personas que se han quitado la vida, y según la Personería “la cifra llega anualmente a 180 casos”, abren paso a muchos interrogantes que golpean fuertemente nuestra estructura social. Cada muerte lleva el peso de una historia que grita silenciosamente en medio del aturdimiento sofocante que ahoga este Valle. La indiferencia, tan legitimada en nuestro contexto, nos lleva a una ceguera antropológica que nos hace perder a pasos agigantados nuestra condición de seres humanos. Lo inhumano no es lo animalesco, lo profundamente inhumano es el encorvamiento recalcitrante sobre nosotros mismo.
Muchas voces se yerguen como verdugos implacables para calificar la decisión de estas personas. Voces religiosas, voces políticas, voces académicas, voces familiares; simplemente voces que no fueron capaces de mostrar un rostro distinto a la inclemencia de su sentencia. En el libro ¿Vida eterna?, Hans Küng afirma lo siguiente: “es innegable que nos hallamos en medio de una gran crisis de orientación social. Han surgido nuevos problemas y necesidades, irrumpido nuevos miedos y nostalgias. Muchos buscan un nuevo apoyo, una certidumbre radical, un compás para su vida y la de otros hombres”. De esta manera somos testigos directos que nuestra sociedad está profundamente enferma, enferma de una enfermedad trascendental, que solamente un remedio trascendental puede curar.
Más allá de los calificativos que se puedan dictar frente a estos hechos, el suicidio nos está convocando a una mirada profunda. Debemos hacer una hermenéutica distinta de nuestra existencia para poder llegar al punto neurálgico del asunto: volver a poner en el centro la pregunta por el sentido de la vida. El simple hecho de existir no brinda esta respuesta, no es un chip que tengamos insertado. Recordando a Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, dice: “lo que importa no es el sentido de la vida en términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un momento dado”. De esta manera, el sentido de la vida se construye en medio de las variopintas experiencias que van aconteciendo. El que se atreve a vivir está en la tensión constante de construir el sentido de su existencia.
Ahora, si una sociedad no es capaz de bridar los elementos mínimos para que las personas puedan construir desde sus opciones el sentido de la vida, esa sociedad es obsoleta. Estas penosas muertes nos están revelando que la sociedad no está poniendo como centro al ser humano, su puesto ha sido usurpado vulgarmente por el encanto pasajero de modas y fugaces alegrías; por la seducción implacable del dinero y el placer barato; por el egoísmo recalcitrante y el desprecio del otro. El esfuerzo común implica repensarnos, atrevernos a dar respuestas nuevas. No es siendo superhéroes como el malestar social queda sanado, sino, reconocernos y acompañarnos en la ardua tarea de construir una existencia con fuerte sentido.
Recuerdo mucho las palabras de un entrañable profesor de teología que han resonado en mi interior por estos días: “La cultura es el conjunto de sentidos que orientan toda la vida de un pueblo” (Pbro. Dr. Carlos Arboleda Mora). ¿Cuál es la cultura que se impone en Medellín? ¿Qué se le puede brindar a los habitantes de esta ciudad para que construyan sentido de vida? ¿Hay orientaciones claras y prácticas para que las personas orienten su existencia? Cada muerte provocada por un arduo cansancio existencial devela nuestras insuficiencias para generar una auténtica cultura que nos convoque a vivir en profundidad.
Apostar por la vida será un desafío tremendo y fascinante, pues las situaciones a las cuales nos estamos viendo avocados, exigen de nosotros opciones con raíces fuertes, capaces de hacerle frente a las tempestades que oscurecen el panorama en esta hora de la historia. A estas opciones no se llega solo, hay que estar acompañado, reconociendo en el otro un hermano de camino, más aún, hacer del otro mi opción. Esta es la herida que sigue abierta en nuestra sociedad, y que aún sangra robando la vida: la mirada sobre el otro es de apropiación, cosificación y utilización, tal como lo ha expuesto Jean Paul Sartre en su obra de teatro existencialista, A puerta cerrada (Huis Clos). El otro no es un legítimo otro, un ser humano sagrado. El otro se ha convertido en cosa y es una proyección de lo que soy.
Estamos a tiempo de hacer consciente para dónde vamos. El desde dónde (origen) y el hacia dónde (futuro), son los elementos de tensión existencial que ubican a un ser humano en la historia. Cuando faltan respuestas para una de estas dos realidades, la vida se vuelve sosa, caótica, traumática. Más allá de la realidad de la muerte en sí, lo que debe sacudir las estructuras sociales de una ciudad como Medellín, que se precia de ser innovadora, sede de la Cuarta Revolución Industrial, y demás títulos que van surgiendo a diario, son los hijos de esta tierra que han decidido poner fin a su vida. Son personas, hombres y mujeres que no se pueden olvidar, pues en esa historia con rostros propios la vida sigue gritando y luchando por no apagarse.