Ahora celebramos los 200 años de la independencia y la república, mas no de una democracia real
Colombia es el país latinoamericano más aristocratizante en la praxis política y el ejercicio del mando, entendiendo la aristocracia no a la manera griega primigenia, o sea el gobierno de los mejores, sino en términos más prosaicos: detentar el poder unos pocos escogidos, que se lo transmiten por herencia y no por méritos. La democracia, en contraste, concebida como igualdad de oportunidades de acceder a él para todos los ciudadanos, cualquiera sea su clase, color, apellido, religión o condición económica, siempre estuvo deformada entre nosotros. Ahora celebramos los 200 años de la independencia y la república, mas no de una democracia real, dado que al virreinato español lo sucedió una falsa aristocracia, ramplona y sin títulos nobiliarios, pero con los mismos privilegios que aquí gozaba la de la “madre patria” en cuanto a la propiedad de la tierra y de la riqueza en general, concentrada prevalentemente en sus manos, sin la presencia de advenedizos. La dirigencia de ahora es tan cerrada como aquella. De tal elite impenetrable hacía y sigue haciendo parte, aunque ya no tan ostentoso como antes, el alto clero (sin los curitas de aldea, desde luego) al cual se le asignó, entre otras prerrogativas, y libre de impuestos, el manejo y usufructo de la educación, los cementerios, los funerales y hasta los sacramentos, incluido el matrimonio La pingüe rentabilidad de todo lo cual nunca se conoció en cifras, si bien su tamaño es fácil de adivinar.
Si menciono a la Iglesia es porque sin su participación y connivencia mal podría explicarse la pervivencia de unos clanes que son intocables entre nosotros mientras en el resto del continente experimentaron y admiten el relevo, o cuando menos la vigilancia del Estado. Sin semejante refuerzo eclesial tales clanes, que hoy configuran una verdadera casta, no habrían podido sobrevivir a dos reformas agrarias truncadas, pero en buena medida logradas en el transcurso del último siglo (la de López Pumarejo y la del Incora luego) ni al degradante, y por ende corrosivo, espectáculo de ociosidad que ofrecieron a lo largo de nuestro trayecto histórico. Pues tan insertada en la cúpula social y política ha estado la Iglesia que tuvimos familias presidenciales (la de los Mosquera, verbigracia) en que, al lado del presidente y general Tomás Cipriano, que dondequiera imponía su voluntad, en la paz o en la guerra, un hermano suyo fungía como arzobispo, con igual o más dominio sobre la suerte de sus conciudadanos.
Sólo una sociedad estacionaria, conformista, donde se mantengan intactas las viejas tradiciones simplemente por serlo, sin reparar en si sirven o no, si aportan algo al progreso y bienestar en lugar de estorbar; sólo una sociedad, en fin, que conserve intangibles y siempre gravitando, estructuras arcaicas propias del Medievo europeo, o su réplica, puede ser tan conservadora como la nuestra, que nunca se abrió a los nuevos y refrescantes vientos que soplan desde otros mundos y latitudes. Predomina lo rural aquí a pesar de ser nosotros un país más industrial y urbano que agropecuario y aldeano. Todavía se cuestiona el aborto y las parejas del mismo sexo que deseen adoptar. Una sociedad así configurada ha de ser tan retrógrada y brumosa como lo es Colombia, donde la elite, invariablemente, es conservadora, sin que se renueve ni le pase nada nunca, y donde todos los asociados, por simple abulia o imitación, terminan en lo mismo, así en ocasiones aparezcan y hasta prevalezcan en las urnas nuevas tendencias del pensamiento político, sin que por ello cambie el paso vacilante o se despabile el ánimo dormido del común.