Esta jornada río arriba tuvo lugar en el 2016 cuando no pensábamos que podía suceder lo que sucede hoy. La situación del coronavirus se agrava en Leticia y el Amazonas. Apoyemos el Amazonas.
Leticia está por allá, lejos. Lejos en la distancia, lejos en la imaginación, lejos en todo. A pesar de los avances tecnológicos que tienen por virtud encoger distancias y reducir tiempo, Leticia está lejos. No es necesario mencionar datos estadísticos, número de habitantes o año de fundación, incluso temperatura, no es necesario; Leticia está donde siempre estuvo, en la ribera colombiana del río Amazonas; es el lugar donde, algunas veces en sueños y otras en parajes inducidos por la imaginación, quisimos siempre ir. Las narraciones de Carlos Guillermo Gutiérrez, médico y leticiano por adopción fueron estímulo permanente. Sus historias son el testimonio de que algo intangible que hace parte del ambiente, del clima, de la gente, de los ticuna, de los huitotos, de los andoque y de sus ritos; que circula por las calles y por el Río; que circula por los senderos en apariencia sin sentido que recorren la selva; sus árboles, sus pájaros, su fauna, su flora, está presente.
El puerto de Leticia es una suerte de terraza, malecón con barandas, que se codea con el Río y con la multitud de lanchas lentas, barcos rápidos, botes y demás embarcaciones en épocas de creciente. En la cafetería de la esquina del movimiento esperamos la llegada de Elvis Cueva nuestro guía. Un despecho a todo volumen se cuela por las rendijas de las sillas, las mesas y la gente en la cafetería. Elvis llega acompañado de Yuba, el abuelo andoque, ciego, que también es de la partida. Mientras se organizan detalles: la lancha, la gasolina, los víveres, etcétera, Yuba ocupa una silla al otro lado de la mesa. Me mira, no me ve, pero la expresión de su cara indica que sí me ve. No le hablo, lo observo, nos observamos, él no se mueve, espera y escucha, sabe dónde se encuentra; yo también espero pero no puedo dejar de moverme, la gente que pasa, la música, los moto-taxis, el puerto, todo llama mi atención. Después de un rato Yuba ya no me mira, cierra los ojos y parece dormir, sin embargo está pendiente de lo que se mueve y de lo que no.
Solo, después de un par de horas de navegación río arriba, me di cuenta de que sostenía un diálogo de señales con los brazos con Jair el navegante
Nuestra lancha tiene unos doce metros de eslora. En la proa va el vigía, un muchacho joven de quien desconozco el nombre; tampoco escuché su voz y solo, después de un par de horas de navegación río arriba, me di cuenta de que sostenía un diálogo de señales con los brazos con Jair el navegante que viaja en la popa de la lancha: izquierda, derecha, lejos, cerca. Zarpamos casi diez de la mañana. Por fin nos encontramos con el Río, ancho y ajeno como diría don Ciro Alegría. La ribera opuesta lejos, lejísimos, en el Perú y entre ella y nosotros la corriente de apariencia tranquila pero con procesión debajo. Vamos Río arriba. Al comienzo todo es mirar, callar o preguntar; sobre todo mirar, tratar de ver todo. Incluso Yuba, quieto y con la cabeza alta mira, a su manera, el Río que conoce desde siempre.
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Queremos verlo todo, escucharlo todo. Por momentos es la quietud, el motor y los sonidos del agua que va en sentido contrario, lo único que escuchamos. Los árboles en la ribera, el cielo infinito, el sol, los silencios mientras cada uno mira el río buscando lo inesperado. A la una y cuatro minutos el Río parece tranquilo. Yuba viaja en su interior, en silencio, la cara levantada frente a la corriente. Antes de pasar frente a la Isla de los Micos, reserva natural, pasamos el caserío de Nazareth. El diálogo entre Jair y el vigía es permanente, deben tener cuidado con los troncos que bajan y los bancos de arena invisibles a mis ojos pero identificables a los de ellos. En la distancia se ven nubes de lluvia. La temperatura es estable, entre veintiséis y treinta grados. Elvis, ve cosas que no veo, por ejemplo un Caracara, también llamado Gavilán pollero, que nos mira subir posado en el borde de una rama. Después de pasar frente a Zaragoza Elvis me pregunta si distingo un techo blanco en la distancia. Cuando lleguemos allá, dice, estaremos en Mocagua, allá nos espera el almuerzo. Son las tres y catorce. Yuba continúa en la misma posición, su cuerpo está con nosotros, su mente no. A las las tres y treinta y dos navegamos frente a unos búfalos que se zambullen en la orilla buscando un refresco, nadan bajo el agua y luego, unos metros más abajo, sacan la cabeza buscando aire. Mas arriba, unos niños también se bañan en la orilla, se zambullen y juegan como los búfalos.
En el silencio del Río no hay sensación, quizá el vacío
Antes llegar al techo blanco la lluvia llegó a nosotros. Las nubes grises que vimos de lejos fueron más rápidas de lo previsto, llegaron como una cortina gris que se cerró sobre la lancha, el día se oscureció y nos encontramos en medio de un aguacero torrencial. Entonces salieron a relucir las botas de caucho y los impermeables. Elvis pasó al frente y asumió un lugar al lado del vigía; lo que parecía una posible emergencia sucedió como si jugáramos con agua. En medio del aguacero llegamos a Mocagua, caminamos entre el lodo de la ribera, pasamos sobre troncos resbaladizos que hacen las veces de puentes, subimos los veinticinco escalones de madera y nos adentramos por un sendero con la lluvia encima; pasamos otro puente, volteamos a la izquierda y después de un recodo llegamos a la casa de Leo un indígena kokama, descendiente de los amagua primeros pobladores del Río. Allí, nos esperaba el almuerzo: jugo de guayaba, sopa de bagre con fariña de yuca que se esponja y la sopa queda parecida a una sopa de arroz sin arroz; pintadillo: pescado envuelto en hoja; arroz con salsa negra, plátano y también pollo para acompañar el pescado. Leo es alto y grueso, característica de su etnia; lleva una camiseta verde, habla despacio y tiene buen pulso para tomar fotografías, nada, parece, cambia su carácter. Sirvió el almuerzo en una choza con techo de karanà y madera espintana frente a su casa azul, sobre pilotes, con pinturas de jaguares y pájaros negros en el frente a lado y lado de la puerta, Elvis dice que son paujiles. A las cinco y diez de la tarde dejamos la casa de Leo, debemos apresurarnos, pronto oscurecerá. A las cinco y cuarenta y cuatro oscurece. En la lancha pregunto a Yuba que va a mi lado si está cansado, sonríe con la mirada fija y responde con otra pregunta ¿y por qué voy a estar cansado? A las seis y treinta es noche oscura, no hemos llegado aun. En medio de la oscuridad y el silencio del Río no hay sensación, quizá el vacío, pienso en Yuba que puede ver y presentir esos parajes. Entramos en Puerto Nariño a las seis y cincuenta con la ayuda de una linterna y la pericia de Elvis y Jair el navegante. El Río está en silencio. Puerto Nariño un pueblo peatonal con senderos que lo recorren en todas las direcciones. Los únicos motorizados son dos tractores que recogen las basuras y las llevan al botadero donde las separan y las reutilizan. Puerto Nariño tiene seis mil habitantes, la mayoría ticunas. Allí provoca vivir, ver pasar las horas y la corriente del río que invita…