Un día sin hambre, la necesidad de unos y la humanidad de otros

Autor: Redacción
20 junio de 2019 - 07:02 PM

Cada miércoles, desde hace 22 años, en la Plaza Minorista más de 200 familias reciben ayudas que les permiten sobrevivir.

Medellín, Antioquia

“Nadie conoce su propia fuerza mientras no se ha encontrado con la necesidad”, dijo el escritor inglés Samuel Jhonson, por allá en el siglo XVIII. Expresión que hoy seguramente reafirmaría si tuviera la oportunidad de compartir o por lo menos presenciar, aunque sólo fuera por unos instantes, la sensibilidad, la solidaridad, la caridad y el esfuerzo  que se unen en torno a Un día sin hambre, una labor que nació por la escasez de muchos y la humanidad de otros, y por medio de la cual durante 22 años consecutivos se han logrado rescatar y aflorar las mejores acciones del ser humano en favor de los más necesitados.

Hace más de dos décadas era común ver a muchas personas pidiendo de puesto en puesto al interior de la Plaza Minorista José María Villa, o en las afueras del lugar esperando la ayuda de los parroquianos que llegaban a mercar o a comprar para surtir sus negocios. Pero eso generaba más inconvenientes que beneficios, hasta el alejamiento de clientes que prefirieron no volver, y por eso nació Un día sin hambre, una jornada de ayuda, de entrega de donaciones que llegan a través de Coomerca -Cooperativa de Comerciantes- y comerciantes independientes de la Plaza que entendieron y decidieron apoyar la idea de ayudar.

Lea: En la batalla diaria del rebusque

Un día sin hambre se hace religiosamente desde 1998, todos los miércoles desde las primeras horas del día. Y la necesidad es la primera en llegar, porque como no tiene hora, no le asusta la noche.

Hombres y mujeres, jóvenes, adultos y algunos muy mayores, desde todos los rincones de Medellín, empiezan a llegar muy temprano y se filan a lo largo y ancho de la cancha contigua a la Plaza, la misma que el Inder cede generosamente los días miércoles de 4 de la mañana a 4 de la tarde, con el único compromiso de que todo quede en orden.

Todos llegan con la firme ilusión de inscribirse para no perder la madrugada y asegurar el paquete de víveres que les proporcionan uno o más almuerzos a ellos y sus familias, la mayoría con niños a cargo.

Aunque la inscripción se hace entre 4 y 6 de la mañana, algunos llegan desde las 2, y poco a poco el escenario se va llenando… también de humildad y valentía.

Cuaderno en mano, John Eudes Atehortúa es quien lidera el programa, pues de niño también conoció lo que es necesidad después de que su madre tuviera que venirse a Medellín con sus seis pequeños hijos, desplazados por la violencia en el Urabá antioqueño. Y junto a él su hermana Sandra Patricia, Alejandra Hoyos Tobón y Arlex Antonio Zapata, los otros coordinadores que son quienes dirigen a unos 40 voluntarios encargados de transportar las donaciones desde la Plaza hasta la cancha y luego seleccionarlas antes de empacarlas: “Porque la idea es entregar productos que le sirvan a la gente, no para que lleven basura a la casa”, dice John Eudes.

Bultos de verduras, racimos de plátanos, frutas, grano y hasta trozos de hueso y carne se recogen cada miércoles entre los comerciantes. Nunca sobra, porque la necesidad es mayor, pero siempre alcanza para ayudar entre 200 y 250 familias que se inscriben.

“Aquí nadie paga un peso, sólo hay que cumplir unos requisitos que es necesario mantener para lograr que esto pueda seguir funcionando y así poder ayudar a muchas familias, que es el único objetivo”, comenta Juan Eudes.

El primero de esos requisitos, explica, “es no traer bebés ni menores de edad, porque no queremos apoyar la mendicidad de los niños. La persona que se vaya a inscribir debe presentar cédula, porque con ese documento reclama la ayuda, deben traer bolsas o en que llevar los productos, y sobre todo deben tener mucha paciencia, porque son muchos y el trabajo de los voluntarios es muy dispendioso para recoger, traer, seleccionar y luego repartir esas donaciones”.

Minorista uno

Es mediodía, pero el sofocante calor es apenas una caricia para quienes esperan a la intemperie, porque las pocas y deterioradas carpas de que disponen sólo alcanzan para proteger del sol los productos que se van a llevar. Es que la necesidad es muy grande, pero su esperanza es mayor. Y nadie se marcha, siguen en fila, aguantando con valor, algunos porque viven lejos, otros porque el costo de los pasajes no les permite el “lujo” de ir y venir. Hasta que empieza la entrega, por orden de lista, y las caras de inquietud se convierten en gestos y palabras de gratitud.

“Ese es el pago que recibimos. Las gracias de la gente, no esperamos más, sólo poder seguir ayudando. Y para ayudar necesitamos ayuda, ojalá carpas, una carretilla y canastillas para el acarreo de las donaciones”, comenta Sandra Patricia.

 

Una bendición

“Por nuestra codicia lo mucho es poco; por nuestra necesidad lo poco es mucho”, dijo el escritor español Francisco de Quevedo, por allá en el siglo XVII, otra expresión que se hace verdad con Un día sin hambre.

“Este programa ha sido una bendición. Gracias a esta ayuda he podido darle de comer a mis hijos por muchos días”. En eso coinciden María Eunice y Wendy, dos de las voluntarias que a lo largo de los años se han ganado con trabajo y a pulso el derecho a una mejor ración de suministros.

María Eunice, que llegó del municipio de Concordia con sus tres pequeños hijos, sabe bien lo que es el trabajo del campo, “que hoy sólo es conveniente en plena cosecha cafetera, el resto del tiempo es muy poco o nada lo que hay para hacer”, relata: “Por eso estoy aquí”.

Vive en el barrio Santa Cruz y en semana vende fritos en un pequeño carrito, “cuando puedo surtir, por ejemplo ahora no hay plata. Eso complica mi situación, que no es fácil, y entonces para poder pagar arriendo y servicios con lo poquito que alcanzo a hacer en semana, tengo que venir a trabajar aquí para ganarme esta ayuda que tanto nos ha servido”.

Igual situación a la que vive Wendy, una joven de 24 años, también cabeza de familia, que lucha día a día por sus dos pequeños hijos, de 8 y 5 años: “El niño mayor está estudiando, pero la menor es una niña que hace tres años está esperando la autorización para una cirugía de oído, porque mi niña no oye”.

Durante la semana Wendy vende tintos en las calles, confites y otras golosinas, sabe cuidar niños o realizar cualquier tarea doméstica. Vive en el barrio Pablo Escobar y “como ahora con esos sensores que pusieron en los buses no lo dejan subir a uno con un bulto, me toca irme a pie de aquí desde la Plaza hasta la casa. Le juro que he llorado del cansancio, pero gracias a Dios puedo llevarles esta ayuda a mis hijos”.

Termina la entrega y ellas, como el resto de voluntarios y coordinadores, son los últimos en dejar el lugar. Tienen la doble tranquilidad de haber aportado trabajo y tener las provisiones para llevar, pero también el compromiso de dejar el lugar en completo aseo, que es la otra labor que las hace merecedoras a un poco de mejor ayuda.

Todo queda en orden, y cada uno toma su rumbo. Wendy sabe lo que le espera camino a casa, pero aun así sonríe. Sabe que, por ahora, con esa ayuda que lleva sobre sus hombros y el esfuerzo de cada día vendiendo en las calles, podrá sobrevivir una semana más. Puede que en el camino vuelva a llorar, pero la reconfortan sus hijos y la esperanza del próximo miércoles...

Razón tenía entonces el escritor, jurista y político español Gaspar Melchor de Jovellanos, quien hace más de dos siglos aseguró que “si las lágrimas son efecto de la sensibilidad del corazón, ¡desdichado aquel que ni siquiera es capaz de derramarlas!”

 

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Comentarios:

Edgar
Edgar
2019-06-21 08:37:53
Qué maravilla de seres humanos ha descrito la presente columna, como para no quedarse manicruzados.

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