Un poeta que anhela dejar huella con su obra 

Autor: León David Marin Alvarez
9 julio de 2017 - 02:31 PM

En San Antonio de Prado, Carlos Humberto Henao escribe poesía a diario, esperando que una editorial le pueda publicar su obra.

Medellín

La unión entre Carlos Humberto Henao y las letras es de vieja data. Él recuerda que cuando era un niño en edad escolar, y lo dice con orgullo, le iba muy bien en Español, asignatura a la que se sumó la Filosofía, para formar un dúo de materias con las que disfrutaba su formación en las instituciones educativas.
Desde pequeño le gustó leer y aprender acerca del lenguaje. Su interés por la gramática, con sus ganas de comprender los caprichos de los gerundios y los adverbios, lo llevó a escribir, actividad a la que le sigue dedicando tiempo a diario.
La vida se la ha ido gastando entre verso y verso y con devoción sigue siendo fiel a su vocación de poeta de tiempo completo, por eso continúa escribiendo su sueño con la esperanza de que le publiquen un libro de poemas que, según afirma, se encuentra listo para ello.

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Van llegando las dos de la tarde. El brillo de las matas de plátano reverdece con el sol que todavía calienta el barrio y que desciende rastrillando las fachadas de los edificios del sector de El Limonar. Sobre las montañas, la luz amarilla se va posando como buscando un mirador que le permita ser testigo, una vez más, del transcurrir del día que se va volviendo atardecer.
Antes de empezar, el apartamento debe quedar organizado. La loza lavada. El piso barrido y trapeado, y hasta la comida y el agua de Iris, el perro, al igual que sus juguetes, deben estar en su lugar; porque además de poeta, entre los tantos oficios que ha desempeñado Carlos en su vida, tiene a cargo las labores domésticas mientras Gerardo, el hermano con quien vive, viaja hasta el Centro de Medellín para conseguir dinero como mensajero en la Placita de Flórez.
Encima de una mesa que se encuentra en la sala, cubierta con un mantel blanco de flores verdes, se erige una columna de diccionarios y otros libros acerca de la lengua española. Junto a esta torre de babel de textos idiomáticos, Carlos dispone sus sentidos para la creación y empieza a imaginar paisajes y situaciones para inmortalizar en una hoja de papel.

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Carlos habla despacio, con silencios entre frase y frase. Así empieza a narrar acerca de sus primeros años de vida. Hace énfasis en 1968, cuando inició el bachillerato, que abandonó un año después para contribuir con los gastos de su familia de limitados recursos y con padres dedicados al oficio de la sombrerería. Así cambió los cuadernos y los textos escolares por una bicicleta y empezó a repartir los pedidos de una carnicería cerca al Centro de Medellín.
En ese 1969, que recuerda con nostalgia, subió y bajó las calles del barrio Boston desempeñando la labor hasta que un accidente se atravesó en su porvenir de mensajero. La fractura del fémur derecho, además de otra lesión con un nombre difícil de pronunciar lo obligaron a dejar de lado el oficio, que retomó en 1970 para ejercerlo por cinco años al servicio de varias floristerías.
Conversa con voz baja. Los pulmones no retienen el aire por mucho tiempo. Las palabras que emite van acompañadas de un tenue silbido, en tramos cortos. El bigote blanco se mancha de un color cobrizo justo debajo de las fosas nasales.

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Él afirma que la zona donde vive le ayuda para poder escribir poesía porque hasta el apartamento no llega el ruido de los vehículos que suben y bajan por la vía que pasa al frente de la institución educativa El Limonar en San Antonio de Prado, cerca del edificio donde reside.
También asegura que el paisaje pone su parte. Las matas de plátano, la quebrada y las montañas contribuyen con su escritura, que se motiva en temas que van de lo terrenal hasta lo etéreo, llegando incluso al espacio sideral. “Yo le escribo a la vida, a la muerte, los paisajes, las constelaciones y la galaxia, los jardines, los bosques, los ríos, el amor y la nostalgia”, narra.
Otra de las ventajas con que cuenta Carlos es que no se ve obligado a pagar arriendo porque el apartamento es propiedad de su hermano.
Actualmente, Carlos no gana dinero por sus escritos, como ocurrió en la época en que vivió en Bogotá y cobraba por redactar cartas de amores y desamores ajenos.
Explica que cree en Dios pero que por “buscar la musa” también le escribe “al diablo”. Sin embargo, esa dicotomía entre el bien y el mal no le impidió emprender senderos evangélicos en la época en que le dio por salir a “recorrer el mundo”, luego de la muerte de su padre.
Sucedió en la capital del país, ciudad a la que llegó en compañía de la carencia económica que le siguió el rastro desde que salió de su hogar. Caminando por las calles se le apareció un ‘ángel’ mayor, es decir, de edad avanzada, que lo invitó a participar en un culto cristiano, convirtiéndose de paso en su mecenas.
Mientras rememora su experiencia en Bogotá, Carlos va bebiendo un tinto, sentado a la mesa donde escribe. Afuera mengua la intensidad de la luz mientras Iris, canino con pelaje de alambre y poco amigable con los extraños, observa desde el balcón a través del vidrio como si quisiera escuchar lo que narra su amo.
En ese entonces Carlos era hippie, comenta. “Yo aprobé la propuesta que él me hizo. Dejé de andar y dejé las costumbres antiguas que me perjudicaban mucho para encontrar un trabajo bueno y seguro”, recuerda ladeando un poco la cabeza hacia su derecha y mirando al frente como si observara en video las indicaciones del ‘ángel evangélico’, que le dio las directrices para ganar dinero diligenciando formatos relacionados con el área tributaria, lo que significó una mejoría en su calidad de vida mientras estuvo en Bogotá.
La bendición incluyó el pago del arriendo durante los primeros meses; un escritorio y una máquina de escribir, todo por cuenta del hombre mayor. En esa época “yo incursioné primero haciendo cartas de amor y de todo tipo; también llenaba formularios de asesoría tributaria y tramitaba formularios ante el Ministerio de Hacienda”, cuenta mientras su memoria viaja muchos años hasta la capital.
Una luz de triunfo le ilumina el rostro al narrar que luego de haber llegado a Bogotá en condiciones precarias, la mejoría de su situación económica le permitió regresar en avión a Medellín. Era 1981, asegura. “Traje regalos para la gente más querida, o sea que había progresado después de que me encontró ese señor”.

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Otro de los ámbitos donde le sacó provecho a la escritura fue cuando perteneció a la Policía Nacional, en calidad de carabinero, dice.
Mientras estuvo en la institución escribía cartas que sus comandantes enviaban a Bogotá y otras ciudades y a cambio los superiores le concedían permisos al uniformado Henao, quien por estas funciones era conocido con el remoquete de El Diplomático.
Después se dedicó por cerca de una década a la seguridad privada, oficio que le permitió conocer al maestro Rodrigo Arenas Betancourt, en un lugar que el poeta debía custodiar.
Luego de su muerte, el escultor tuvo un homenaje por parte de Carlos, quien le escribió un poema. “¡Te fuiste a otros valles luminosos / cual cóndor que trasciende las alturas, / hallando, en el silencio, tu reposo, / que fue tu compañero y tu ventura!”, empieza el texto, titulado El Cóndor.
Y aunque no ha contado con la suerte de que una editorial le publique su libro de poemas, en el pequeño apartamento hay arrumes de cajas de cartón repletas de libros y los recortes de todos los poemas que le publicaron durante aproximadamente diez años bajo el seudónimo de Dr. Eliot Grau en el periódico EL MUNDO, cuando existía El Espacio del Poeta.
El nombre lo implementó rindiendo homenaje al poeta y ensayista britanicoestadounidense Thomas Stearns Eliot, nacido en 1888; y al pintor colombiano Enrique Grau Araújo, explica.

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Mientras transcurren los días en el apartamento en El Limonar, Carlos sigue esperando obtener la publicación de su obra y asiste todos los días a las dos de la tarde a la cita con su musa, aunque a veces ella no llegue.

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