En general, cualquier desvío de las funciones del Estado, es corrupción, aunque no siempre se tipifique como delito o contravención por nuestro Ordenamiento Jurídico.
El Estado es una ficción establecida para la organización de sociedades determinadas por coincidencias étnicas y culturales, cuyo propósito es el establecimiento de una forma de gobierno acorde con los credos políticos y aspiraciones de los pueblos. Hemos avanzado mucho a través de la historia en esta materia hasta llegar al concepto actual de Estado, que tiene que ver mucho con los derechos derivados de la condición humana. Esto significa que el hombre, su dignidad, sus derechos, la protección de su vida y de su entorno, están por encima de cualquier otro interés.
Los propósitos del Estado y las funciones y responsabilidades de las personas que lo representan y encarnan, están claramente establecidas en el Ordenamiento; desde la Constitución se dictan los principios que transversalizan el quehacer nacional en lo público y en lo particular; las normas sucedáneas señalan las sanciones que acarrean las acciones de funcionarios y ciudadanos rasos cuando se desconocen estos principios. En general, cualquier desvío de las funciones del Estado, es corrupción, aunque no siempre se tipifique como delito o contravención por nuestro Ordenamiento Jurídico.
Lea también: Rodear las instituciones ¿cuáles?
Pero en la muy frecuente la tendencia a la transmisión de culpas de los seres humanos, la corrupción termina siendo lo aparentemente malo que hacen los demás, o la no coincidencia intelectual o política con el que actúa de catón o, lo que es peor, el no compartir la coima. La corrupción nos comió enteritos a los colombianos; en política es habitual encontrar quien piense que, si se invirtió mil millones de pesos para ganar las elecciones a una alcaldía, por ejemplo, se está en el derecho de recuperar esa suma y obtener beneficios por otro tanto o más para quien accede al cargo, sus benefactores y cómplices.
Teóricamente el espacio para la corrupción es cero: ni la Ley ni ninguna persona decente la admiten o permiten. Los poderes del Estado tienen a su cargo la reglamentación, aplicación y controles de las normas jurídicas, y la orientación general de las relaciones entre los particulares y de éstos con lo oficial. En ese marco se ve por lo menos exótico que el Congreso apruebe la celebración de un referendo para que el pueblo colombiano diga si está de acuerdo o no con la corrupción. No estamos los colombianos de acuerdo con la corrupción: gastarnos miles de millones en una declaración inocua, es corrupción.
Vea: Las trampas del sí y el no
El problema no es la remuneración de los parlamentarios, (de hecho, ganan menos que un subdirector de cualquier caja de compensación) sino su talante; nos rasgamos las vestiduras por hechos de los que somos culpables, pues nos hemos corrompido por el odio y el sectarismo guiados por seres perversos que desde las altas dignidades de la Nación usan la calumnia y la mentira como arma contra los demás, que tratan de universalizar sus propias taras. Ojalá que el nuevo gobierno le baje al odio y le suba a la fraternidad de los colombianos, ojalá renuncie a las malas compañías y se dedique a servir bien, como lo manda la Ley.