El primer encuentro religioso en Antioquia en el que participaron víctimas y victimarios de todos los grupos armados, se convirtió en un escenario de esperanza para la Colombia que no le apuesta a la paz.
Ocho personas rodeaban la mesa de cemento, en un hecho hasta hace unos años impensable, aquel material frío y distante no impidió que quienes estaban sentados se miraran de frente. Un desmovilizado de las Farc, un excombatiente de las Auc, otro exmilitante del Eln, un sacerdote y cuatro víctimas del conflicto armado, conversaban sobre el significado de la palabra misericordia.
No había atisbo de maldad, aunque por momentos, recordar la angustia que produce la guerra generaba en los presentes miradas de vergüenza hacia el suelo, palabras pasadas por lágrimas y salivas bastante amargas de tragar.
Recordar los momentos de intenso sufrimiento por el que cada actor del conflicto armado interno tuvo que pasar durante la guerra, que dejó más de ocho millones de víctimas y que aún sigue sumando, produce rechazo para muchos; pero en este caso, los verdaderos protagonistas sentados en una misma mesa sin ninguna otra arma más que sus palabras, daban un ejemplo histórico ante la incertidumbre de reconciliación que tiene todo un país.
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“Víctimas hemos sido todos”, decía una de las participantes del encuentro, el cual se daba en medio de un retiro espiritual llamado Hospital de Campo, organizado por la Fundación Víctimas Visibles, que lleva más de 10 años trabajando por esta población, y tres encuentros de este tipo en ciudades como Bogotá, Cali y este en La Ceja (Antioquia).
Palabras que se vuelven muy certeras cuando las historias salen a flote. Ser parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) nunca fue una decisión consciente para Andrés*, aunque Olga* tampoco hubiera elegido nunca ser una víctima más de ese grupo.
Olga es discapacitada desde hace muchos años por un problema crónico, al llegar al encuentro, sin mucha idea de lo que era, un hombre con una bata amarilla la lleva en su silla de ruedas hasta su habitación y le carga su bolso, ella le agradece por ayudarla a acomodarse. Minutos más tarde, Olga lo escucha decir en un auditorio frente a más de 30 personas, que es un exguerrillero de las Farc, el mismo grupo que hace 17 años asesinó a su hijo en San Carlos (oriente antioqueño).
La mujer de 76 años entró en pánico y pidió la sacaran del auditorio “yo soy muy nerviosa”, dijo luego, y “me dio mucho miedo escuchar eso y estar ahí, por eso me tuve que salir a respirar y tratar de calmarme”.
Mientras tanto, Andrés narraba cómo a los 11 años y a razón de una vida llena de humillaciones, pobreza, hambre y un papá maltratador y alcohólico, decidió irse de su vereda en Ataco (Tolima) con los guerrilleros que patrullaban la zona, porque siendo tan niño pensaba que esa sería la única forma de llevar comida a su casa y salvar a su mamá de que su papá la matara de una golpiza.
“No sé si fue por ignorancia o inocencia, pero una noche, después de que los guerrilleros acamparon en nuestra finca, cocinaron y nos dieron un plato de comida con carne, (yo nunca había comido algo tan rico), pensé que irme con ellos era la única forma de no morir de hambre y mantener a mi familia, (…) además, no habían muchas opciones”, afirmó Andrés.
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Olga logró tranquilizarse y las ruedas de su silla se escucharon entrar de nuevo al auditorio.
Llevaba una semana en las Farc y ya se quería ir, era solo un niño y ya cargaba un fusil y portaba camuflado, “no entendía lo grave que era estar ahí”, dijo. Contrario a lo que pensaba empezó a aguantar más hambre que en su casa, a dormir en el suelo, a enfermarse y a sentir frío, ni siquiera por dormir cubierto con una sola bolsa de plástico en medio de los aguaceros, el frío que sentía era por haber dejado su mamá, “Yo me fui por ella y cuando volví la perdí para siempre”.
Andrés duró más de tres años en la columna móvil Daniel Aldana de las Farc hasta que tuvo la oportunidad de escaparse, fueron innumerables enfrentamientos donde según él, desde el más niño hasta el más experimentado tiembla de miedo disparando un fusil, esperando que no lo maten. Su papá murió a los dos meses de haber ingresado a las filas; su mamá, después de haber sido desplazada por paramilitares del Tolima hacia Cali “por tener un hijo guerrillero”, estuvo en situación de calle y también murió.
El almuerzo fue tarde, otros dos hombres de bata amarilla quienes hacían parte de los organizadores del encuentro, se sentaron en una mesa, bendijeron los alimentos y comieron con los demás asistentes; conversaban, se reían, parecían amigos de toda la vida.
Diego* y Mauricio* tienen muy presente el tiempo en el que fueron enemigos, y aunque afirman que fue difícil derrumbar los fantasmas de ser el ‘eleno’ y el ‘paraco’, ahora se consideran hermanos, y su cambio espiritual lo han construido juntos basados en Dios.
Diego estuvo durante 10 años empuñando un arma en las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y en su relato confirma que las formas de violencia de las que fue testigo y también cometió en este grupo, son de las más aterradoras y sanguinarias que ha sufrido la población. Mauricio perteneció al Ejército de Liberación Nacional (Eln) y a pesar de haberse ido por voluntad propia sin que nadie lo reclutara, asume su error, y espera que la gente que sabe que un día fueron monstruos, logre entender que detrás de cada uno de ellos hubo también una historia de pérdida y dolor.
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Las víctimas del conflicto, esas que han sufrido la agonía, la orfandad o la viudez, las que nunca han empuñado un arma, pero cargan sobre sus hombros la amargura del rencor que les endilgaron sin querer y el odio que origina las guerras, han sido, al tiempo, las más bondadosas en toda esta tragedia.
Después de una seguidilla de crudos testimonios tanto de víctimas como de victimarios, los asistentes parecían sinceramente conmovidos, se miraban diferente, era como si jamás hubiesen estado de un bando o del otro, era como si la guerra estuviera perdiendo una batalla, era un verdadero triunfo de humanidad.
En un momento, que surgió de la iniciativa de los excombatientes de todos los grupos, los victimarios se tomaron de las manos, se arrodillaron en un círculo y pidieron perdón a las víctimas. “Nosotros queremos, con el alma en las manos pedirles perdón, porque los afectamos haciendo parte de este conflicto absurdo (…) directa o indirectamente les hemos causado mucho dolor, por favor perdónennos”, dijo uno de los excombatientes.
La reacción de las víctimas fue inmediata, nadie titubeó, los levantaron del suelo y los acogieron en un abrazo que duró unos pocos minutos, pero que para las víctimas se convirtió en la posibilidad de iniciar el camino para sanar, y tal vez, perdonar.
Después de discutir el significado de la palabra misericordia, Olga dice que mirar a Andrés a la cara le sirvió para saber que es una persona que también siente, y aunque no es el directo culpable del asesinato de su hijo, para ella refleja una organización que le causó un profundo dolor que aún no sana.
“A mí siempre me dio mucha rabia, pero uno siente felicidad de verlos así, y yo les dije que ojalá sigan adelante y no desfallezcan”, dijo Olga.
Tener ganas de que otros se sanen puede parecer perdón, y le da un grado de tranquilidad a esas vidas afectadas por la muerte, la violación, la desaparición, el secuestro y demás delitos; aunque difícilmente quienes los padecieron dejarán de llorarlos.
Horas antes de terminar el encuentro, Olga se sintió fuerte para abrazar a Andrés, desde su silla de ruedas fue capaz de inclinarse un poco para decirle algo al oído que solo ellos dos saben, pero que por sus sonrisas, muy seguramente se trate de algo que los une, a ella como la madre de un hijo arrebatado por la violencia, y a él, como el hijo que soñó ver a la suya cuando terminara la guerra.
*Los nombres fueron cambiados a petición de las fuentes.